Viernes, 16 Junio 2023 08:44

9. La Eucaristía – El Sacramento de la Esperanza Cristiana

Paul Vu Chi Hy, SSS. 
Ho Chi Minh, Vietnam, 16/9/2022. 

 Texto original en inglés.

 

Introducción

Al proclamar “la muerte del Señor” y profesar “su resurrección hasta que vuelva” (1 Co 11, 26; cf. Misterio de la fe de la Instrucción General del Misal Romano [IGMR]), la Eucaristía es por excelencia sacramento de la esperanza cristiana[1]. Contiene en sí mismo el memorial de la Pascua de Cristo y la anticipación de su venida gloriosa. Como es bien sabido, en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II se describe la Eucaristía como “sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da como prenda de la gloria venidera”[2].

La Eucaristía es, pues, el ámbito divino en el que la comunidad cristiana celebra la presencia real de Cristo resucitado y glorificado, el fundamento escatológico y el fundamento de sus expectativas últimas. Aparentemente, es de esta esperanza en Cristo que los primeros cristianos continuaron dedicándose “perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2, 42). He aquí el sentido por el que, en la Eucaristía, el acto salvífico de Dios se ha realizado en Cristo, y que, a través de su Pascua de muerte a vida y por la fuerza del Espíritu, la comunidad cristiana participa efectivamente en la vida de la resurrección, es decir, en la gloria de Dios.

Entendido de este modo, el Cristo glorificado que ha de venir ya está en comunión con la comunidad cristiana. Y así, cuando venga en gloria, la eficacia final de la Eucaristía será la plena manifestación de la realidad indecible, que “Dios ha preparado para los que le aman” (1Co 2,9; Rm 8,28). Por tanto, la Eucaristía se convierte en el símbolo sagrado de la realidad universal del Reino de Dios prometido por Cristo (Jn 15, 11), llenando de esperanza a los cristianos en su caminar por este mundo. Como leemos en la Encíclica de San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia (EE):

La Eucaristía es tensión hacia la meta, pregustar el gozo pleno prometido por Cristo (cf. Jn 15, 11); es, en cierto sentido, anticipación del Paraíso […] Quien se alimenta de Cristo en la Eucaristía no tiene que esperar el más allá para recibir la vida eterna: la posee ya en la tierra como primicia de la plenitud futura, que abarcará al hombre en su totalidad. En efecto, en la Eucaristía recibimos también la garantía de la resurrección corporal al final del mundo [... y] proviene de que la carne del Hijo del hombre, entregada como comida, es su cuerpo en el estado glorioso del resucitado. [Por eso] Con la Eucaristía se asimila, por decirlo así, el «secreto» de la resurrección[3].

En esta perspectiva, en efecto, en relación con la esperanza se suscitan varias cuestiones: ¿Qué es la Eucaristía en relación con nuestra comprensión de ser más plenamente humanos en todas las luchas por la vida, el amor y la verdad? ¿Tiene algo que decir a la existencia de tanta opresión, sufrimiento, quebrantamiento, persecución y muerte en el mundo? ¿Cómo puede apreciarse más plenamente como sacramento en el que “Cristo está presente real y verdaderamente como alimento y bebida de la esperanza”,[4] y celebrado como una anticipación más plena del banquete celestial? ¿De qué manera nuestra celebración de la Eucaristía como un banquete comunitario, abierto, alegre, esperanzador, como sacrificio, un memorial del misterio pascual de Cristo se conecta con la esperanza cristiana con implicaciones prácticas en nuestra forma de vivir el presente y el futuro? ¿Contiene la Eucaristía la promesa de vida nueva para toda la creación en la nueva humanidad de Cristo? Esta catequesis se presenta, pues, como un intento de explorar las múltiples dimensiones de la Eucaristía como sacramento de la esperanza cristiana.

Consideraremos, en primer lugar, la noción de que la Eucaristía, como sacramento de esperanza, es tanto una visión del futuro, como una celebración de la comunidad cristiana alimentada por el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Además, si Cristo es nuestra gloria última futura, es muy importante que entendamos y sepamos que el encuentro en la mesa eucarística confirma y extiende nuestra comunión con Cristo, entre nosotros y con toda la creación. Porque en esta comunión eucarística nace la esperanza. En segundo lugar, realizaremos un rasgo esencial de significado para un renovado aprecio de cómo la Eucaristía podría proporcionar el fundamento para una actividad cristiana llena de esperanza estimulando una visión liberadora de las posibilidades transformadoras para la vida de la sociedad humana. Y concluiremos con el reconocimiento de la Eucaristía como don escatológico de Dios en Cristo, para nosotros y para nuestra salvación. Este “don de lo alto” celebrado en la Eucaristía abarca la historia y el proceso cósmico en el que el Espíritu de Dios marca la diferencia.

 

1. La forma de la esperanza eucarística como comunión: “Dios será todo en todos”

Por tanto, es necesario, al principio, aclarar lo que se entiende por la forma de esperanza eucarística como comunión. Puesto que la Eucaristía es una celebración de la vida compartida y del destino de la humanidad y de la creación, representa el misterio de la interconexión de la salvación personal, interpersonal, eclesial y cósmica. De manera fundamental, la Eucaristía es un signo y una fuente efectiva de la “Santa Comunión”. En la Eucaristía, muchas personas se convierten en un solo Cuerpo de Cristo (1 Cor 10, 17) de tal manera que Cristo los lleva “en sí mismo” como un solo cuerpo de la nueva creación. Este enfoque de la Eucaristía como acontecimiento de comunión constituye, pues, un punto de entrada significativo para una antropología renovada, en la que la esperanza cristiana se pone en diálogo con las búsquedas contemporáneas de algunos aspectos clave del ser humano.

1.1. La dimensión personal de la comunión

Un primer rasgo de esta antropología renovada en términos de esperanza eucarística, sin embargo, surge de nuestra conciencia de ser humano como personal. Una persona puede ser definida como un sujeto humano, un centro individual de conciencia, una persona intencional e histórica con sus propios rasgos personales e historia de vida, una persona que conoce y es conocida, ama y es amada, y existe como una entidad libre, única e irrepetible[5]. Como tal, la persona humana no es simplemente alguien que tiene un cuerpo, sino alguien que es un cuerpo[6]. Este concepto contempla a la persona humana como al mismo tiempo espíritu encarnado y cuerpo inspirado, viviendo en el mundo como una persona entera en relación con Dios y con los demás.

La contemplación de la persona humana de este modo no dualista, llama la atención sobre la esperanza eucarística de la realización de la vida personal en la resurrección. Es distintivo en su referencia inclusiva a la búsqueda de la totalidad. Así, mientras que nuestra esperanza en el triunfo final de Dios sobre el pecado, el mal, el sufrimiento y la muerte es una esperanza total, no excluye la dimensión de la persona como auto-identidad, individualidad y auto-manifestación encarnada. Si Cristo resucitado verdaderamente se entrega personalmente en la Eucaristía, donde los cristianos se alimentan de la vida eterna del Cuerpo de su Resurrección, la esperanza de realización personal en la resurrección del ser humano total y unificado es parte integrante de la esperanza eucarística. En este sentido, toda la celebración eucarística se convierte en lugar de recepción y transmisión de la visión de una gloria futura que es más que la salvación de los espíritus puros[7]. Es la gloria futura de lo totalmente humano. Por el Señor resucitado, que “transformará el cuerpo de nuestra humillación, para que se ajuste al cuerpo de su gloria” (Flp 3, 21).

1.2. La dimensión interpersonal y eclesial: El acontecimiento de las personas en comunión

Aunque en términos de identidad personal, de ser y de vivir, cada persona humana es un ser único, trascendente, responsable y libre, hay algo fundamentalmente comunitario en el sujeto humano. Aquí surge otro rasgo significativo de la esperanza eucarística de nuestro énfasis en la dimensión interpersonal y eclesial de la personalidad. La relación es una característica fundamental de todos los seres del mundo; uno solo está presente a sí mismo en la medida en que uno está presente a los demás en términos de comunión.

Puesto que la existencia humana es una invitación a una vida de comunión inclusiva con otras personas, con las de amigos y vecinos cercanos y lejanos, por su propia naturaleza, la esperanza implica una conciencia de comunión. Insiste en que la realización personal e interpersonal es inseparable[8]. Vemos aquí, para la perspectiva cristiana, que no sería posible hablar de la persona sin el concepto de comunión[9]. Esto es así, porque la esperanza misma solo puede considerarse significativa en el contexto de esta nueva profundidad del ser, es decir, de una comunión real establecida entre las personas[10]. El sentido de la esperanza eucarística surge entonces en esta dimensión interpersonal de la personalidad.

Y si la esperanza eucarística está finalmente en el Dios Trino, que es esencialmente relacional, entonces es necesariamente una esperanza no de individuos aislados sino de personas en comunidad, en la que todos se reúnen sin las barreras de la raza, el idioma o las tradiciones culturales. En cuanto a la comunión eucarística, la esperanza es, por tanto, una actitud positiva hacia las diversas comunidades de personas, una apreciación de la unidad en la diversidad, una comprensión de la realidad última como donación e ínter-existencia mutuas. Así como el pan y el vino se convierten en la verdadera comida y bebida del reino, los que participan de la Eucaristía están unidos en cuerpo a la vida de la nueva humanidad de Cristo, como resultado de la acción transformadora del Espíritu. Así, la Eucaristía sana, perfecciona y realiza el cuerpo de los cristianos. Y este es, exactamente, el carácter de la vida que la Eucaristía ya celebra, aquí y ahora, incluso mientras espera la bendita esperanza, siendo consciente de una gloriosa comunidad por venir.

1.3. La dimensión cósmica de la comunión

Esto nos lleva a un tercer aspecto del ser humano, que se refiere a nuestra comunión no sólo con otros seres humanos sino también con toda la creación. Dado que la esperanza eucarística tiene una dimensión cósmica, la realización futura que anhela el ser humano no puede encontrarse fuera de la transformación del mundo al que está ligado en la vida y en la muerte. Como acontecimiento de comunión escatológica, la Eucaristía celebra la unidad y la solidaridad de las personas humanas, de la tierra y de todo el cosmos cuando el pan y el vino, como realidades terrenas, se manifiestan como portadores del futuro último de la humanidad y de la naturaleza. Además, según los hallazgos de la cosmología contemporánea, todos somos parte del todo y vemos todo en el cosmos y parte de nosotros mismos como interrelacionados[11]. No hay nada fuera del alcance de este universo como “cuerpo de Dios”, la fuente y el aliento de toda existencia[12].

Así llegamos a un entendimiento de la salvación como la entrada de toda la creación en la comunidad eterna de Dios de vida amorosa (Ef 1, 22; Fil 3, 21). Como memorial del amor universal de Cristo, la Eucaristía habla de cómo “todas las cosas han sido creadas” a través de él, en él y para él (Col 1, 16-17; 1 Co 8, 6). De esta manera, entonces, la salvación de Dios viene sobre toda la creación “sin aniquilación, sin expoliación, sin alteración: enriquece” [13]. Precisamente es aquí, donde este carácter abierto de la Eucaristía, es la fuente eficaz de la esperanza cristiana, recordándonos el carácter sagrado de la creación.

Esto también significa que el fin del mundo no será una destrucción del universo, sino más bien una transformación y realización, para que se convierta en “el cielo nuevo y la tierra nueva” (Apocalipsis 21,1). El misterio de la Eucaristía, por tanto, revela que no solo la humanidad, sino toda la creación está verdaderamente incorporada en Cristo, y con él, obtendrá “la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rm 8, 21). En otras palabras, toda la historia es “salvada en la esperanza” (Rm 8, 24), porque Cristo es el “primogénito de toda la criatura” (Col 1, 15), y su venida final[14].

Aquí surge una renovada esperanza eucarística como comunión cósmica, abrazando toda la creación, para que sea llevada al culto de Dios que será “todo en todos” (1Cor 15, 28). Venimos a la Eucaristía, trayendo el pan y el vino como símbolos de todo el universo, en el cual la materia, el espíritu, el significado de la naturaleza, la historia, la sociedad y la cultura están verdaderamente interconectados, listos para ser transformados por el Espíritu en el Cuerpo y la Sangre del Cristo Cósmico. Así, el Cristo de la Eucaristía se revela como la vida y recapitulación de toda la creación[15].

 

2. La Eucaristía como fuente de una praxis liberadora llena de esperanza

En consecuencia, ¿cómo puede entonces tal visión cósmica de la esperanza, así diferenciada del mito del progreso humano, poner de relieve la conexión intrínseca y dinámica entre la celebración de la Eucaristía y la praxis de la liberación, acción responsable de la salvación del mundo? Aquí la esperanza eucarística encuentra su expresión en otra perspectiva. Como celebración de unidad, paz y reconciliación, la Eucaristía aporta significado efectivo y poder de esperanza no solo a los procesos personales, interpersonales y cósmicos, sino también al cuerpo político, los sistemas sociales que creamos y que a su vez nos moldean.

2.1. Las implicaciones políticas, sociales y liberadoras: el hambre de justicia

La ilustración más dramática de la demanda divina de justicia y de liberación de los oprimidos es la historia del Éxodo. Por lo tanto, esta gran historia de la liberación de la esclavitud y el viaje a través del desierto hacia la tierra prometida y la alianza establecida por Dios prefigura la liberación de toda la humanidad en el contexto del Misterio Pascual de Cristo. Sin embargo, no es un ejemplo aislado de la preocupación de Dios por los pobres. Los profetas hablan a menudo del juicio de Dios sobre aquellos que consideran que la realización del ritual religioso, más que la lucha por la justicia para todos, es la principal demanda que Dios hace a las personas (Is 1, 1-17; 58, 4-8; Mic. 3,1-3; 6:7-11).

La actividad salvadora de Dios en favor de los pobres y los oprimidos es continuada e intensificada en el Nuevo Testamento. En todos los Evangelios, por ejemplo, Jesús en su ministerio público es retratado como teniendo una compasión especial por los marginados y los humildes. Para él, la esperanza escatológica es la base de la justicia social y la ética. Él dio la bienvenida a los marginados y pecadores de la sociedad a la mesa de comunión con él como una anticipación del Reino, anunciando el año del favor de Dios (Lc 4, 18-19). Por tanto, según el testimonio bíblico, la fe cristiana es activa en las obras de justicia y de amor, y son la prueba de las verdaderas formas de adoración. En consecuencia, la característica fundamental de la esperanza eucarística como praxis de liberación puede entenderse en términos de comunión, que tiene un triple sentido[16].

En primer lugar, se refiere a la liberación de las situaciones sociales de opresión y alienación. La Eucaristía encarna y define un modo de comunidad humana como Cuerpo de Cristo, porque celebra la victoria de Cristo sobre todo lo que oprime y divide; es la victoria de un nuevo orden en el que los cristianos se reúnen, unidos a Cristo en su muerte y resucitados para vivir su vida glorificada (Rom 6,4-5). La Eucaristía indica este nuevo orden como esperanza escatológica, que consiste en una apertura total al Reino de Dios. Para esta esperanza eucarística, por tanto, la respuesta cristiana debe ser una vida de misericordia, de justicia y de amor a los demás. Todo tipo de injusticias, racismo, discriminación, división, explotación y falta de libertad son así radicalmente desafiados cuando venimos a compartir la Eucaristía, a pararnos alrededor de la mesa del Señor, y a partir el “Pan de Vida”. Es decir, que la Eucaristía misma es el lugar privilegiado para derribar las barreras que nos separan unos de otros, para tener motivos para esperar que estas barreras se rompan en el mundo.

En segundo lugar, la Eucaristía como liberación exige una transformación personal y eclesial por la que los cristianos vivan con libertad interior frente a todo tipo de esclavitud. La Eucaristía los libera del miedo al sufrimiento y a la muerte, de la soledad, del egocentrismo y del orgullo, para formar una comunidad en la que todos puedan compartir la vida, tener todas las cosas en común y ponerse al servicio de los pobres y necesitados (1Jn 1,3,6; 1Co 1,9; 2Co 9,13; Rom 15,26-27).

En tercer lugar, la Eucaristía es el sacramento de la liberación cristiana del pecado en todas sus dimensiones. El pecado, siempre que existe, es una influencia destructiva en la realidad de todas las relaciones, una ruptura de la comunión con Dios y con los demás seres humanos, y por lo tanto es exactamente lo contrario de lo que es Dios, es decir, personas en comunión. Reconociendo esta realidad, la Eucaristía nos revela la presencia del pecado en nuestro egoísmo, en todos los síntomas de la ambición egoísta en detrimento de los demás, la indiferencia o la complicidad en la injusticia social, al tiempo que nos atrae hacia una nueva vida transformada a través de nosotros mismos, sacrificando el amor en el momento de gracia del perdón y la conversión. Así, la liberación del pecado está en la raíz misma de la liberación social[17]. Aquí podemos ver cómo los sentidos de esperanza se elevan y se intensifican significativamente. Porque la celebración de la Eucaristía, la toma de la comunión, es verdaderamente “un momento de conversión”, es decir, “superar las alienaciones, fronteras, polaridades y clases de la sociedad dada para convertirse en una comunidad genuinamente abierta de amor y de esperanza para todos”[18]. En otras palabras, cada celebración del sacrificio de Cristo es, propiamente entendida, como el resultado del amor y la reconciliación divina que todo lo perdona; es a la vez un momento de verdad y un movimiento de vida y crecimiento, un momento de esperanza.

2.2. Pan de vida como esperanza para el mundo: hambre de sentido y de propósito

Sin embargo, para apreciar la Eucaristía como una praxis de liberación llena de esperanza, podemos colocarla en un marco de referencia más amplio. Aquí somos conscientes de estar en el mundo, y comenzamos a pensar en la naturaleza de la existencia humana en términos de “hambre” [19]. Esta noción proporciona una aplicación eucarística significativa en términos de un hambre por el “Pan de Vida”, para la plena participación en la hospitalidad divina. ¿No recuerda la Eucaristía, en esta perspectiva, nuestra responsabilidad de tratar con las hambres dominantes en el mundo, como el hambre de libertad y dignidad, el hambre de paz y amor, de sentido y propósito en la vida?

Puesto que la Eucaristía vincula el “pan de vida” (Jn 6, 31-57) con el “maná” dado por Dios a los hambrientos en el desierto (Ex 16, 4-35), el pan partido y compartido permite a la comunidad cristiana vislumbrar la forma de un mundo nuevo que está por venir. Aquí la Eucaristía se refiere, en un nivel, al sustento físico y, en otro nivel, al sentido humano de lo incompleto, que hace que la gente busque una nueva vida en términos de comunión y mejora continua. Porque nuestra tradición cristiana confirma que, en la celebración eucarística, Cristo se da a conocer no solo en la mesa como el pan de Dios, sino también “en la fracción del pan” (Lc 24, 32, 35). Este es un acto de compartir la comida diaria con los hambrientos, mostrando hospitalidad a los extranjeros, y dándoles así esperanza. Así, en el compartir eucarístico, encontramos una correspondencia positiva entre el bienestar humano en la tierra y la salvación final en el cielo, entre el futuro histórico y el [reinado] escatológico.

Sin embargo, la comida y la bebida no son solo un medio para sobrevivir o mantenerse con vida. En el Nuevo Testamento, por ejemplo, cada mesa de comunión con Jesús es, en un sentido más amplio, un evento de paz, liberación, confianza y hospitalidad, un signo de reconciliación y una anticipación del banquete escatológico en la consumación del [reino] (Lc 14,15; 15,2; Mc 2,15-17; Mt 26,29). Si la esperanza cristiana puede verse en relación con las formas profundamente humanas de esperanza, entonces la Eucaristía nos lleva a una comunión que, por su misma naturaleza, evangeliza en la búsqueda de relaciones más apropiadas en la vida social, económica y política, señalando una comunidad compartida y reconciliada, indicando el nuevo camino hacia la felicidad y la realización.

 

3. La Eucaristía como don de Dios de la salvación en Cristo

Sin embargo, la plenitud de esperanza no es reducible a “un movimiento ascendente desde el centro de nuestro ser” [20]. En la Eucaristía somos presentados con una esperanza más allá de todo lo que merecemos, alcanzamos o incluso podemos imaginar. Así como “el pan de Dios es el que desciende del cielo y da vida al mundo” (Jn 6, 33), nos dice que la realización futura que buscamos es un maravilloso “don de lo alto” y más allá de toda narración. Por lo tanto, es correcto que la comunidad cristiana ora en la Eucaristía: “Venga tu Reino”, pidiendo constantemente a Dios que haga esto. ¿En qué sentido, entonces, podemos decir que, en la Eucaristía, los cristianos abren sus corazones al Reino de Dios, anticipando la gloria futura? ¿Cómo esta expectativa da nueva energía para el cultivo de esta vida con todos los aspectos prácticos de la esperanza?

3.1. Como don de la libertad

Si nos referimos a Cristo, como amor entregado para la salvación del mundo, vemos entonces cómo se puede celebrar la Eucaristía como el don de la libertad. En toda su realidad salvífica, la Eucaristía es el don gratuito de Cristo de sí mismo, que revela el sentido auténtico de un amor gratuito (Jn 13,1). Porque Cristo está presente en su vida, muerte y resurrección, ofreciendo la salvación de la comunidad cristiana y la posibilidad de elevarse a un nuevo nivel de libertad como miembros de su Cuerpo glorificado (Ef 4,22-23) [21]. Lo que realmente recibimos aquí es “santificación y su fin, vida eterna” (Rom 6,22). Por tanto, en esta graciosa realidad, Cristo cumple lo que somos en el plan de Dios, sosteniéndonos y, en medio de toda esperanza incumplida de encuentros humanos, dándonos la promesa de un amor eterno.

Además, si la libertad es el cumplimiento último de la esperanza y la “única cosa necesaria”[22], entonces la Eucaristía es el don más sorprendente de la libertad divina, conectándola con todos los dones en el misterio de Cristo. Estos dones pueden ser experimentados y expresados como la libertad de la soledad y el aislamiento para las relaciones y la comunión, la libertad de cualquier tipo de hambre para participar en la mesa de comunión, la libertad del pecado y la culpa por la salvación y la reconciliación, y libertad del miedo a la esperanza para el cumplimiento de nuestra gloria futura, la realización final de lo que el amor de Dios ha prometido[23].

3.2. Como don de alabanza y acción de gracias

Así, pues, la Eucaristía nos lleva a su carácter familiar de esperanza como sacrificio de alabanza y de acción de gracias, para apreciar todos los dones divinos. Eso significa, “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios, y la comunión del Espíritu Santo”. Vemos cómo, desde la Iglesia primitiva, en cualquier circunstancia, la Eucaristía ha sido entendida como sacramento de alabanza y de acción de gracias a la luz de la esperanza, en la que los cristianos se reúnen para celebrar y compartir el don salvífico de Dios en Cristo. Vienen a dar gracias, no por el sentimiento de endeudamiento, sino precisamente porque viven en un mundo de gracia y bendición; se convierten en el cumplimiento anticipatorio del amor de Cristo en la historia.

Frente a tales dones eucarísticos, a diferencia de la situación humana de dar, el dar de Dios ofrece la vida divina, libre y graciosamente, y por el mero deseo de dar. Por tanto, la única respuesta adecuada que puede dar sentido a los actos de alabanza y acción de gracias de la comunidad cristiana es la voluntad de entrar en la comunión con la vida y el amor de Dios, y de participar en el compartir la vida con los demás. Esta es una apreciación genuina y espontánea del don de la Eucaristía. Y esto significa que aquellos que participan en la Eucaristía son atraídos al estilo de vida de Dios. Como el cuarto prefacio de la celebración eucarística expresa con razón este punto: “No tenéis necesidad de nuestra alabanza, pero nuestro deseo de agradeceros es vuestro don. Nuestra oración de acción de gracias no añade nada a tu grandeza, sino que nos hace crecer en tu gracia”.

El don eucarístico continúa, en este sentido, aumentando, siendo en cualquier momento inconmensurable, el amanecer continuo del futuro. No es, por tanto, un don cerrado en sí mismo, no devuelto de ninguna manera a Dios, ni que añade algo al ser de Dios, sino que testimonia el misterio del amor de Cristo mismo, siempre desbordante y abierto a la sorpresa. Como don de alabanza y de acción de gracias, la Eucaristía transforma la comunidad de los cristianos en la nueva humanidad de Cristo, para que, a su vez, se conviertan en pan para el mundo, para ser partido, regalado y consumido en previsión del futuro. Aquí, pues, alabanza y acción de gracias son los dones de gracia de Dios en Cristo, exultantes en el movimiento de la esperanza como signos infalibles de un corazón transformado, como el lenguaje de una comunidad redimida (Ap 15,3-4) [24]. Así, cuando Dios es experimentado como el centro de todo lo que sucede y todo lo que es bueno, la existencia cristiana se convierte, de hecho, en un himno de alabanza y gloria, un movimiento de amor libre con un carácter universal. Es un modo de vivir con, en, y desde la alegría de la salvación, que es, en un sentido muy real, una participación real en la vida divina y la comunión, una especie de comienzo de gloria en la Eucaristía.

3.3. Como don de gracia en el testimonio y en la misión

Significativamente, observamos en este punto que la noción de don es integral a la esperanza cristiana. Y si el don solo se recibe en el sentido de la donación, entonces, de manera similar, la comunidad cristiana está llamada a encarnar la promesa misma de la gloria futura. En la Eucaristía, el amor de Dios que se da a sí mismo se manifiesta en el amor de Cristo que se da a sí mismo, y ciertamente: “Este amor de entrega de Cristo se manifiesta aún más cuando a través del Espíritu, se encarna en la Iglesia, que a su vez da esa vida, derrama ese amor desde dentro de sí mismo, para que otros puedan participar en él” [25]. Así pues, hay un verdadero flujo hacia el don eucarístico, que abre su posibilidad y lleva a los cristianos a la comunión en el testimonio y en la misión.

Este hecho, proporciona el contexto para nuestra comprensión del sentido dinámico de la Eucaristía como memorial de la Pascua de Cristo, y se celebra con la esperanza de alcanzar la libertad definitiva de la realidad concreta del sufrimiento y la muerte. Observamos que los escritores del Evangelio retratan a Cristo como “el Hijo del hombre [que] tiene que padecer mucho, ser reprobado […], ser ejecutado y resucitar a los tres días” (Mc 8, 31; Mt 16, 21; Lc 17, 25; 24, 26).

Más particularmente, este aspecto de la esperanza cobra relieve cuando recordamos que su contexto inmediato fue la última Cena de Cristo con sus discípulos, la noche antes de su pasión y muerte. Fue a la sombra de la traición y de la oposición final, a la sombra de la cruz que se instituyó la Eucaristía, y que Cristo se entregó a Dios por todos los que le seguirían (Mt 26, 17-19; Mc 14, 12-17; Lc 22, 7-14). Celebrar la Eucaristía es participar así en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. Permite a la esperanza cristiana abrazar todas las realidades de las tinieblas y de la luz, de la tragedia, de la opresión, de la persecución y de la transformación, compartiendo la paciencia de Dios como elementos claramente pascuales de un movimiento de confianza hacia adelante, porque el tiempo de la esperanza aún está por venir. Aquí, dado el efecto significativo de la Eucaristía, es decir, nuestra comunión y transformación en Cristo, podemos comprender cómo vive la vida de esperanza al entregarnos al misterio creador y redentor del amor de Dios, y cómo “podemos abundar en esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rm 15, 13). Como dice la carta de Pablo a los Romanos:

Y nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom 5,1-5).

Así, el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo se convierte en parábola de la esperanza eucarística[26]. En la Eucaristía, el sacrificio vivo de Cristo se convierte en el amor abnegado de los miembros de su Cuerpo. El pan y el vino presentados al inicio de la liturgia eucarística son signos sacramentales que nos preparan para lo que está por venir. Podemos ofrecer a Dios todos nuestros sufrimientos y oraciones, acción de gracias y entrega, obras y actos de amor. Es aquí donde también nos ofrecemos como sacrificio vivo y santo (Rom 12,1). Es el cumplimiento de esta esperanza ilimitada de la que hablamos cuando “Mas todos nosotros, […] nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor” (2Cor 3,18).

Al celebrar la Eucaristía, la comunidad cristiana está llamada a dar testimonio de lo que la resurrección de Cristo promete para el futuro del mundo. Y la esperanza, si no defrauda (Rm 5,5), debe ser una esperanza más allá de toda esperanza, es decir, una “esperanza viva” (1Pe 1,3), mostrando una paciencia adecuada y recordándonos que el caos actual no es el fin del mundo, sino los dolores de parto de un nuevo nacimiento que llega en forma gloriosa del amor eterno de Dios (Rom 8,18-21). Es decir, la esperanza cristiana debe asumir el desafío de adoptar una actitud existencial para afrontar los múltiples rostros de la desesperación en todas las agonías del mundo histórico, y más radicalmente aún, como disposición a tomar la cruz de amor abnegado, incluso hasta llegar a dar la propia vida. Esto es como la larga y paciente resistencia característica en aquellos momentos críticos de los grandes mártires de la Iglesia y de los cristianos perseguidos a través de los siglos (Ap 1,9; 2,2-3; 2,19; 3,30). Tomemos una historia de la vida, especialmente el martirio de San Ignacio de Antioquía, por ejemplo. En su carta a los Romanos evidenció un gran amor por la Eucaristía y cómo este relato de esperanza eucarística sostuvo el valor necesario para confiar solo en el “el Dios de la esperanza” (Rm 15, 13) para el cumplimiento de la gloria. Como él expresó místicamente:

Yo soy el trigo de Dios, y déjame ser molido por los dientes de las bestias salvajes, para que pueda ser encontrado el pan puro de Cristo... Ruega a Cristo por mí, que por estos instrumentos pueda ser encontrado un sacrificio [a Dios]... Pero cuando sufro, seré la persona liberada de Jesús, y resucitaré emancipado en Él (Rom 4, 1,2) [27].

Así, para Ignacio, la Eucaristía es la forma de su martirio, “el fármaco de la inmortalidad, y el antídoto contra la muerte”[28]. Tal es una participación real en la ofrenda de Cristo, una plena conformidad con su entrega a Dios por la vida del mundo. Nos da un verdadero sentido del significado de nuestro sacrificio, así como el de la esperanza. Así, la esperanza puede encontrar su alimento en la Eucaristía, en la que ya se anticipa el futuro absoluto, y nos permite persistir en una vida de servicio y en las costosas exigencias del discipulado cristiano. Aquí se encuentra la verdadera esperanza que debe ser aprendida en comunión con el Dios que está con nosotros, por nosotros, e involucrada con nosotros en toda nuestra lucha para producir un mundo justo y amoroso para toda la humanidad, y para todo el círculo del amor abrazador de Dios (Jn 3,16).

En esta perspectiva, pues, la Eucaristía tiene un significado profundo para la misión de la Iglesia en el mundo, en la medida en que “es el signo de la gran fiesta que Dios ofrecerá” para expresar para siempre el triunfo universal de la voluntad y del propósito salvífico divino[29]. Los que participan en la entrega del amor de Cristo, entonces, salen transformados por la Eucaristía para transformar el mundo a su alrededor con el amor que han encontrado en la Eucaristía, es decir, para presuponer “la aceptación del esfuerzo diario por la justicia en el amor”[30]. En la Eucaristía, como San Agustín y muchos otros en la Tradición Cristiana han afirmado, “debemos ser lo que celebramos y recibir lo que realmente somos”[31]. Consagrada y transformada por la acción del Espíritu en el Cuerpo de Cristo, la comunidad cristiana da testimonio de la gloria de Dios y, por tanto, tiene una misión de esperanza en un mundo turbado y sufriente. De nuevo, las palabras de la Encíclica EE apuntan en esta dirección:

Muchos son los problemas que oscurecen el horizonte de nuestro tiempo. Baste pensar en la urgencia de trabajar por la paz, de poner premisas sólidas de justicia y solidaridad en las relaciones entre los pueblos, de defender la vida humana desde su concepción hasta su término natural. […] Anunciar la muerte del Señor «hasta que venga» (1Co 11,26), comporta para los que participan en la Eucaristía el compromiso de transformar su vida, para que toda ella llegue a ser en cierto modo “eucarística” [32].

Por tanto, esta comprensión de la Eucaristía como celebración de una preparación llena de esperanza para la venida de Cristo de modo último y definitivo no solo sirve para llevar a la comunidad cristiana a la espera del Reino de Dios, sino también para aumentar el sentido de responsabilidad por el mundo y, por supuesto, para la santidad y la totalidad de toda la vida. Es aquí donde el carácter de la esperanza eucarística está estrechamente relacionado con una participación en la historia y la cooperación activa con Cristo, para que el mundo entero “pueda ser moldeado de nuevo según el diseño de Dios y llevado a su cumplimiento” [33].

 

Conclusión

Al llegar a la conclusión, reconocemos la insuficiencia de nuestras palabras. Sin embargo, hemos intentado presentar la Eucaristía como un anticipo de la plenitud de la gracia venidera. En cuanto conmemoración del misterio pascual de Cristo, la Eucaristía revela tanto la esperanza de la historia como la esperanza de la gloria futura más allá de la historia. Aquí, pues, nos hacemos verdaderamente uno con la esperanza de Cristo: “no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios” (Mc 14, 25; cf. Mt 26, 29; Lc 22, 18).

Como tal, se propone un nuevo sentido de estar en el mundo y de estar en comunión que cambia el horizonte de la esperanza. Toda oración, todo acto de compartir, comer y beber juntos en la Eucaristía es, por tanto, una forma sacramental de esperanza cristiana, que apunta hacia su realización en la plenitud de los tiempos. Esto quiere decir que la Eucaristía es, en esencia, la matriz de la “esperanza-visión” cristiana y la “esperanza-expectativa” de la realidad. Se abre y revela un mundo nuevo en tiempos y lugares particulares, es decir, el canto de la creación, encarnación, resurrección y consumación, pero trascendente en gloria más allá de todas las cosas creadas.

En la Eucaristía recordamos y anticipamos a Cristo, que es la fuente, la meta y la forma en que se está convirtiendo el mundo entero. En este sentido, una “Santa Comunión” que se realiza entre el cielo y la tierra, entre los vivos y los muertos, entre lo espiritual y lo físico, entre la realización personal y comunitaria, entre lo humano y lo cósmico, simboliza la transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo resucitado. Esta esperanza eucarística es la que transforma de modo más significativo toda la vida y da sentido a nuestro caminar a través de la historia.

En última instancia, la comunidad cristiana se revela como un pueblo de esperanza, porque es esencialmente una comunidad eucarística. Por lo tanto, nuestras pruebas y sufrimientos son llevados al misterio que celebramos y todo lo que es verdadero, bueno y hermoso que hemos creado en esta vida será nuestra participación definitiva en él. Aquí, ciertamente, está la encarnación esperanzadora del don de Cristo de sí mismo en medio de nosotros para la vida del mundo. Sin embargo, como don absolutamente divino que transforma a quien lo recibe, la Eucaristía interpela a la comunidad cristiana a trabajar por la gloria futura en el presente con alegre anticipación, confiando en que los hombres de toda raza, lengua y estilos de vida, y toda la creación no solo reciben gracia, sino también al mismo autor de la gracia, Cristo mismo, el don divino de la salvación. Porque lo que celebramos aquí en la tierra no es más que una participación en el amor de Cristo que se entrega a sí mismo, y su amor perdura para siempre, soportando en la esperanza el banquete de la eternidad, es decir, la reunión final de todas las edades en el monte santo de Dios (Is 25, 6; Heb 12, 22-24; Mt 22, 2-14; Jn 6, 51, 54). Desde esta perspectiva, y todo lo que se ha explorado, podemos decir que el horizonte de la Eucaristía como sacramento de la esperanza cristiana se abre verdaderamente en sus múltiples dimensiones.

 

[1] En términos de esperanza eucarística, esta convicción lleva a Pablo a explicar el significado escatológico de ser cristiano: 1Cor 11,26; Gal 4,4; Eph 1,10; 2Cor 5,17; Rom 6,3-5; 1Cor 10,11; Ef 5,14; 1Tim 4,1; Ef 4,22; Col 3,9; Rom 8,29; Col 1,18; 1Cor 15,20; Col 3,3-4.

[2] Sacrosanctum Concilium 47, Documentos del Vaticano II.

[3] Cf. La Encíclica de San Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 18.

[4] Tony Kelly, The Bread of God: Nurturing a Eucharistic Imagination (Liguori, Missouri: Liguori Publications, 2001), p. 83.

[5] Cf. John Zizioulas, Being as Communion: Studies in Personhood and the Church (London: Darton, Longman and Todd, 1985), pp. 33, 47 and 49.

[6] Cf. Gilbert Ostdiek, "Body of Christ, Blood of Christ", The New Dictionary of Theology, ed. Dermot A. Lane Joseph A. Komonchak, Mary Collins (Dublin: Gill and Macmillan, 1990), p. 141.

[7] Kelly, The Bread of God, p. 82.

[8] Cf. Gabriel Marcel, Homo Viator: Introduction to a Metaphysic of Hope, trans. E. Craufurd (New York: Harper & Row, 1966), p. 60. De ahí que, si hay esperanza, ésta no surgirá de pruebas empíricas que puedan comprobarse, sino de una profunda comunión.

[9] Cf. John D. Zizioulas, in "The Mystery of the Church in Orthodox Tradition", One in Christ, 24 (1988), p. 299. Ver también en su libro, Being as Communion: Studies in Personhood and the Church (London: Darton, Longman and Todd, 1985).

[10] Marcel, Homo Viator, p. 152.

[11] Cf. Peter C. Phan, Responses to 101 Questions on Death and Eternal Life (New York/ Mahwah, N.J.: Paulist Press, 1997), 12-13. Peter C. Phan, "Eschatology and Ecology: The Environment in the End-Time", Dialogue & Alliance 19.2 (1995), pp. 105-106.

[12] Cf. Hans Urs von Balthasar, The Glory of the Lord: A Theological Aesthetics I: Seeing the Form, p. 679.  

[13] François-Xavier Durrwell, The Eucharist: Presence of Christ, trans. S. Attanasio (Denville, N.J.: Dimension Book, 1974), p. 32.

[14] Cf. Anthony Kelly, Eschatology and Hope, (Maryknoll, New York: Orbis Books), 2006, p. 194.

[15] Cf. John D. Zizioulas, Being As Communion, p. 119.

[16] Cf. Gustavo Gutierrez, A Theology of Liberation, (Maryknoll, N.Y.: Orbis Books, 1993), p. 150. En primer lugar, koinonia significa la propiedad común de los bienes necesarios para la existencia terrena. Es un gesto concreto de caridad humana. En segundo lugar, koinonia designa la unión de los fieles con Cristo a través de la Eucaristía. Es un medio de participación en el cuerpo de Cristo. En tercer lugar, koinonia significa la unión de los cristianos con el Dios trino. Este resumen viene citado en: Horton Davies, Bread of Life and Cup of Joy: Newer Ecumenical Perspectives on the Eucharist (West Broadway, Eugene OR 97401: Wipf and Stock Publishers, 1999), pp. 123-124.

[17] Gutierrez, A Theology of Liberation, p. 149.

[18] Kelly, The Bread of God, pp. 70-71.

[19] Cf. Monika K. Hellwig, The Eucharist and the Hunger of the World (Franklin, Wisconsin: Sheed & Ward, 1999), pp. 2, 9-10, 14.

[20] Cf. Anthony Kelly, Eschatology and Hope, p. 204.

[21] Cf. Lumen Gentium 48, Documentos del Vaticano II.

[22] Cf. Anthony Kelly, Eschatology and Hope, p. 205.

[23] En el himno eucarístico, Verbum Supernum, Santo Tomás de Aquino hace un resumen de las cuatro libertades, centrales para la vida cristiana: “Al nacer nos dio compañía. En la Cena, nos dio comida. En la Cruz fue nuestro rescate. Reinando en gloria nos da la recompensa [vida eterna]”. Citado en: John Moloney, “The Eucharist: Proclamation and Gift of Freedom,” en Eucharist and Freedom, 46° Congreso Eucaristico Internacional, Wroclaw, Polonia, (Mayo, 1997).

[24] Kelly, The Bread of God, pp. 75-76.

[25] David N. Power, Sacrament: The Language of God's Giving (New York: The Crossroad Publishing Company, 1999). p. 281.

[26] Cf. Kelly, Eschatology and Hope, p. 73. Ver también Dermot A. Lane, Keeping Hope Alive: Stirrings in Christian Theology (New York, Mahwah, N.J.: Paulist Press, 1996), pp. 68-69.

[27] Cf. David W. Bercot, Editor, A Dictionary of Early Christian Beliefs (Peabody, Mass.: Hendrickson), p. 351. Ver también Roch A. Kereszty, Ocist., Wedding Feast of The Lamb: Eucharistic Theology from a Historical, Biblical, and Systematic Perspective (Chicago: Hillenbrand Books, 2004), p. 95.

[28] Cf. David W. Bercot, Editor, A Dictionary of Early Christian Beliefs, 251. Ver también Roch A. Kereszty, Ocist., Wedding Feast of The Lamb: Eucharistic Theology from a Historical, Biblical, and Systematic Perspective, p. 95.

[29] Geoffrey Wainwright, Eucharist and Eschatology, p. 128.

[30] Gustave Martelet, The Risen Christ and the Eucharistic World, trans. Rene Hague (New York: Seabury Press, 1976), p. 187.

[31] Ver San Agustín de Hipona, Sermon, 272: PL 38, 1246-1248.

[32] EE 20.

[33] Ver Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, Constitución Pastoral sobre la Iglesia en el Mundo actual 2. Ver también pars. 38, 39, en Vatican Council II: The Conciliar and Post Conciliar Documents, ed. by Austin Flannery, (New York: Costello Publishing; Dublin: Dominican Publications, 1998), pp. 937-938.

Modificado por última vez en Viernes, 16 Junio 2023 08:52