Viernes, 16 Junio 2023 07:38

3. La Eucaristía, fuente y modelo del don de sí

Manuel Barbiero, SSS. 
Italia, 14/9/2022. 

Texto original en francés.

 

“El cristianismo es ante todo don -afirmaba el papa Benedicto XVI-: Dios se da a nosotros; no da algo, se da a sí mismo. Y eso no sólo tiene lugar al inicio, en el momento de nuestra conversión. Dios sigue siendo siempre el que da. Nos ofrece continuamente sus dones. Nos precede siempre. Por eso, el acto central del ser cristianos es la Eucaristía: la gratitud por haber recibido sus dones, la alegría por la vida nueva que él nos da”[1].

Esta cita del Papa Benedicto XVI esboza las líneas fundamentales de esta contribución. Toda nuestra existencia humana se sitúa bajo el signo del don.

Dios es el dador, el origen de todos los dones (“Todo buen regalo y todo don perfecto viene de arriba, procede del Padre de las luces”, Sant 1,17). Se entrega a nosotros especialmente a través de su Hijo, Jesucristo. Todo en la vida de Jesucristo es expresión del don del Padre. En la cumbre de su vida, Jesús nos ofreció el don de su Cuerpo y de su Sangre, el don de todo él mismo en el sacramento de la Eucaristía. Y nos lleva a seguirle, llamándonos a ser un don para los demás, a ofrecer todo de nosotros mismos, nuestra vida, por los demás.

 

Jesucristo, una vida marcada por el don

Jesucristo es todo amor, es todo don, decía san Pedro Julián Eymard[2]; es el don del Padre a la humanidad; es el don en persona; es sólo “don”. “Su presencia en la tierra y sus vínculos con los miembros de la Iglesia se expresan en esta pequeña palabra”[3].

Si examinamos la frecuencia del verbo “dar” en el Evangelio de san Juan[4], observamos que se utiliza masivamente en relación con Jesús, que es presentado como el “don” de Dios por excelencia; pero también Jesús da y recibe dones; además, el Padre interviene a menudo en esta relación.

Jesucristo, en su diálogo con Nicodemo, afirma que él es el don mismo de Dios, se define como un don reivindicando su condición de don entregado por el Padre.

Es el Padre quien da. Él es el origen del don: “tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16)[5].

En su encuentro con la mujer de Samaría, Jesús se presenta como el dador de agua viva. Dios no es un Dios que pide, sino un Dios que da. “Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva” (Jn 4,10).

El don de Jesús, para quien lo recibe, no permanece inactivo, sino que pone en marcha una dinámica de don que se repite una y otra vez: “El que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14)[6].

Después del relato de la multiplicación de los panes, en el largo discurso de Jesús en Cafarnaúm, se habla del don de un alimento que permanece hasta la vida eterna. Jesús anuncia el don del pan del cielo, el verdadero pan, en contraposición al maná. Es un pan dado por Dios, un pan que da vida[7].

No sólo, hay que dar el pan, pero también hay que ser dados por el Padre al Hijo (cf. Jn 6,37.39.65). El Padre da las personas a su Hijo (“Todo lo que me da el Padre vendrá a mí”, Jn 6,37), para salvarlos (“Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día”, Jn 6,39).

El pan que Jesús da es él mismo, es su carne entregada “por la vida del mundo” (Jn 6,51)[8]. No basta con querer recibir la vida que Cristo da; es necesario comprender que Cristo no es simplemente el intermediario entre Dios y los hombres, sino que él mismo es el contenido de este don.

Cristo, por tanto, no está al margen de la fe. Él es su mismo contenido, y por eso debemos comer este pan dado por el Padre: la carne del Hijo del Hombre.

En el capítulo 10 del Evangelio de San Juan encontramos un fuerte énfasis en el don que Jesús hace de su vida. Él, el buen pastor, el verdadero pastor, “da la vida por sus ovejas” (Jn 10,11 y 15); “les da la vida eterna” (Jn 10,28).

Este don de la vida es un acto que Jesús realiza en plena libertad y al mismo tiempo en obediencia al mandato del Padre, en un intercambio de amor entre Él y el Padre. Jesús dice: “Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre” (Jn 10,17-18).

El don que Jesús hace de sí mismo es total y se convierte en la expresión del amor más grande, que es también el único amor. En esta dinámica de entrega, Jesús se expone a la posibilidad de ser rechazado; y en el capítulo 13 del Evangelio de San Juan esta posibilidad se convierte en una dramática realidad.

Todo este capítulo nos habla de dar. Jesús es consciente de que el Padre “lo ha dado todo (didomi / dar) en sus manos”, por lo que todo lo que él da corresponde al don que el Padre le ha dado, es decir: todo (cf. Jn 13,3).

El don que Jesús da es un don siempre creciente. Tenemos, en primer lugar, el don del ejemplo en el momento del lavatorio de los pies: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13,15). Luego tenemos el regalo del bocado a Judas: “Jesús le respondió: Aquel a quien yo le dé este trozo de pan untado. Y, untando el pan, se lo dio a Judas, hijo de Simón el Iscariote” (Jn 13,26). Por último, tenemos el don del mandamiento nuevo, el don del amor mutuo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros” (Jn 13,34).

El lavatorio de los pies, desde la perspectiva de la traición, el don del ejemplo, el don del bocado a Judas, que actúa como enemigo, culminan en el don del amor, el don de un mandamiento nuevo, que implica la reciprocidad (“unos y otros”), basada (“como”) en la práctica y el amor de Jesús para con los suyos. Todos estos dones están destinados a capacitar a los discípulos para amar como Jesús, con la misma fuerza, intensidad y profundidad.

El capítulo 17 del Evangelio de San Juan contiene una acumulación de dones[9].

El Padre dio al Hijo una obra que hacer. Para ello, le dio todo el poder. El Padre dio a su Hijo “el poder sobre toda carne” (Jn 17,2); también dará “la vida eterna” (Jn 17,2).

Los discípulos, pero también los hombres en general, son el don del Padre a su Hijo (“todos los que le has dado”, Jn 17,2.24; “he manifestado tu nombre a los que me diste de en medio del mundo”, Jn 17,6).

El Hijo recibió del Padre el don del “nombre” (Jn 17,11.12), de sus palabras (Jn 17,8.14) y de la gloria (Jn 17,22.24). A su vez, entrega todos estos dones a sus discípulos (“Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado”, Jn 17,7-8).

El Padre da amigos a su Hijo y el Hijo da su vida por los que le son dados. El acto de dar no es trivial, secundario o anecdótico; es fundamentalmente una nueva creación; dar es crear un nuevo modo de relación.

Al concluir este recorrido por el Evangelio de San Juan, vemos que el don está relacionado con varios elementos: el agua, el pan, la palabra, la vida, el amor, las personas. Todo esto muestra la fuerza vital del don que Jesús es para toda la humanidad.

 

“En la noche en la que iba a ser entregado, el Señor Jesús tomó el pan…”

En la cumbre de su vida, vivida en el don total de sí mismo, Jesucristo nos da la Eucaristía[10]. Es como un resumen de toda su vida, la confirmación de todo lo que fue, en otras palabras, es como “la firma de Cristo”[11].

Para comprender el don que Cristo nos ha hecho, debemos recordar el contexto de la Última Cena.

San Pablo, que es el primero que nos relata la institución de la Eucaristía, lo expresa de manera sucinta pero clara: “La noche en que iba a ser entregado...” (1 Co 11,23)[12]. El contexto es oscuro, lleno de amenazas.

Esa noche, Jesús, como un objeto, es entregado por Judas a los sumos sacerdotes. Estos lo entregan a Pilato, Pilato a su vez lo entrega a los soldados, y finalmente Jesús es entregado a la muerte en la cruz.

Jesús se encuentra aislado ante la muerte ignominiosa que se cierne sobre él. La detención, el juicio, la condena y la muerte demuestran que existe a su alrededor y a causa de él una intricada red de violencia: violencia física, violencia política y judicial, violencia psicológica. Jesús dio la vuelta a esta situación ineludible de violencia y muerte. Hizo de su muerte un acto de libertad: es entregado, pero al mismo tiempo se entrega, es dado y al mismo tiempo se da[13].

En este contexto, el gesto que Jesús inventa adquiere un relieve paradójico, es sorprendente: toma el pan, da gracias, lo parte y lo da. Lo mismo hace con la copa llena de vino. Hace el don total de su vida, nos muestra el amor del Padre y su manera de actuar. Con las palabras que pronuncia, Jesús explicita el significado de su muerte para sus discípulos y para el mundo.

Jesús ofrece todo a Dios para transformarlo en don, la única manera de transformar lo negativo y lo malo. En un gran acto de amor, Jesús transforma toda la atrocidad de la cruz en un don.

El poder del don de Dios toma la forma eucarística del pan y el vino. La Eucaristía es el lugar donde la entrega que Jesucristo hace de sí mismo sigue siendo real y efectiva para toda la humanidad[14].

Cuando Jesús dice: “Esto es mi cuerpo y os lo doy”, transmite el don que él es: él, su ser, su persona, que son el don del Padre. Jesús nos entrega el don de su cuerpo. El cuerpo es el yo, la historia, la vida. Lo que Jesús da es su humanidad, con sus posibilidades y sus límites.

El pan y la copa de vino expresan el don total de Jesús, su vida entregada por nosotros. La existencia de Jesús fue una existencia vivida para el hombre. A lo largo de su vida, vivió este don. Desde la encarnación hasta la cruz, Jesús es don, vive el don de sí mismo, es el don de amor del Padre a la humanidad.

Cuando Jesús se entrega a nosotros, no pesa lo que da, lo da todo. El don nos habla de un amor sin medida[15].

La Eucaristía es la anámnesis del don de Cristo[16]; a través de los elementos del pan y el vino, la Eucaristía nos recuerda que el don se hace en su totalidad, sin arrepentimiento y sin retorno. La Eucaristía es el don de alguien que se ha comprometido enteramente con su gesto, hasta el punto de que los objetos que Jesús ofrece se presentan como su cuerpo y su sangre. Es el ser de Jesús en todo su espesor (deseo, campo relacional, memoria, historia, heridas). Jesús nos abre un camino. Se deja reducir a lo infrahumano, donde todos los movimientos de rechazo de Dios y de cerrazón conducen a la humanidad; pero, aceptando ser reducido a esto, es a nuestras zonas ya abandonadas a la muerte a las que viene a llamar a la vida. Inscritos en Él, somos acogidos en su Pascua, en su estela, y hacemos el pasaje con Él, que ya está del lado de la victoria. Se hacen posibles nuevas relaciones. La Eucaristía promueve una dinámica de acogida de la vida como don más allá de nuestras propias cerrazones, así como la posibilidad de responder a este don. Para nosotros, se trata de ser trabajados y dejarnos trabajar por la lógica que se despliega cuando estamos verdaderamente presentes a lo que se da en la celebración de la Eucaristía[17].

“El amor que le llevó a morir por nosotros -escribió Guardini- es el mismo que le llevó a entregarse a nosotros como alimento. No se contentó con darnos sus dones, sus palabras, sus consejos, sino que llegó a darse a sí mismo. Habría que preguntar a una mujer, a una madre, a una amante, para encontrar a alguien capaz de comprender esta exigencia de dar no algo, sino de darse a sí mismo. Entregarse con todo el ser. No sólo el espíritu, no sólo la fidelidad, sino su cuerpo y su alma, su carne y su sangre: todo. Sin duda, es el amor supremo querer alimentar a otro con lo que uno es. Y el Señor se entrega a la muerte para entrar, mediante su resurrección, en ese estado en el que quiere entregarse a todos y en todo momento”[18].

 

La Eucaristía es el don y el donante

“En la Eucaristía, Jesús no da ‘algo’, sino a sí mismo; ofrece su cuerpo y derrama su sangre. Entrega así toda su vida, manifestando la fuente originaria de este amor divino. Él es el Hijo eterno que el Padre ha entregado por nosotros” (SCa 7).

Jesús puede distribuir su Cuerpo, porque realmente se da a sí mismo. En la Eucaristía, el don tiene un aspecto único. “La Eucaristía, más que el don, es el donante”, escribía el padre Eymard[19]; en efecto, “El corazón, el amor de Jesús no se contenta con el don, da al donante”[20]. En la Eucaristía tenemos el don y el donante. El dador viene a nosotros en don y el don es el mismo que lo da[21].

El pan partido y el vino derramado del sacramento eucarístico revelan al dador: Cristo; quien, a su vez, en su kénosis, revela al primer dador (el que está en el origen de todo): el Padre. Esta es la característica de Dios. Dios no da algo, se da a sí mismo, sólo puede dar el Amor que es. Si se da a sí mismo de diferentes maneras, éstas son sólo diferentes manifestaciones de un Amor que es único.

En la Eucaristía, Cristo se entrega enteramente.

“la Iglesia puede celebrar y adorar el misterio de Cristo presente en la Eucaristía precisamente porque el mismo Cristo se ha entregado antes a ella en el sacrificio de la Cruz. La posibilidad que tiene la Iglesia de ‘hacer’ la Eucaristía tiene su raíz en la donación que Cristo le ha hecho de sí mismo. Descubrimos también aquí un aspecto elocuente de la fórmula de san Juan: ‘Él nos ha amado primero’ (1Jn 4,19). Así, también nosotros confesamos en cada celebración la primacía del don de Cristo. En definitiva, el influjo causal de la Eucaristía en el origen de la Iglesia revela la precedencia no sólo cronológica sino también ontológica del habernos ‘amado primero’. Él es quien eternamente nos ama primero” (SCa n. 14).

La Eucaristía tiene todas las cualidades de un verdadero don.

Es un don gratuito, desinteresado, sincero, hecho sin reservas, sin cálculos[22]; es un don concreto y encarnado[23]; es un don total y eterno, completo y perpetuo[24]; es un don siempre disponible, al que podemos acceder; es un don que nos da la vida[25]; es un don que se ofrece como alimento, es un don que se puede comer, que construye relaciones[26].

 

Una vida vivida en el don de sí mismo

El Concilio Vaticano II afirmó el vínculo entre la persona humana y su realización mediante el don de sí misma: “El hombre, única criatura sobre la tierra a la que Dios ha querido por sí misma, sólo puede encontrarse plenamente a sí mismo mediante el don desinteresado de sí mismo” (GS 24)[27]. Esta afirmación muestra de manera esencial lo que significa ser humano: entregarse total y gratuitamente.

El Papa Benedicto XVI escribió: “El ser humano está hecho para dar; es el don el que expresa y realiza su dimensión de trascendencia”[28].

El don de sí está en la cumbre del camino de maduración humana y espiritual de toda persona humana. Un camino que tiene como punto de llegada una existencia capaz de amar con y como Cristo, hasta dar la vida. “Dio su vida por nosotros” (1Jn 3,16), dice san Juan.

Seguir a Cristo, amarle e imitarle, es entrar en la lógica del don y del don que Él hizo de sí mismo. El don de nosotros mismos orienta nuestra vida y es el punto de referencia para su construcción.

Debemos ser conscientes de que una libertad nueva, pascual, se realiza en el don cotidiano de nosotros mismos[29]. Es el hombre como ser libre el que se encuentra a sí mismo en el darse. La libertad es indispensable al hombre para que pueda “darse”, para que pueda convertirse en don para los demás[30].

Jesús revela, con su misma vida y no sólo con sus palabras, que la libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de sí mismo. Aquel que dijo: “Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los que ama” (Jn 15,13) camina libremente hacia su Pasión y, en obediencia al Padre, entrega su vida en la Cruz por todos los hombres (cf. Flp 2,6-11).

La contemplación de Jesús crucificado es, por tanto, el camino real por el que la Iglesia debe avanzar cada día si quiere comprender el sentido pleno de la libertad: el don de sí mismo al servicio de Dios y de los hermanos. Y la comunión con el Señor crucificado y resucitado es la fuente inagotable de la que la Iglesia se nutre constantemente para vivir libremente, para entregarse y servir[31].

La Eucaristía nos hace encontrarnos con Cristo, nos pone en contacto directo con su amor, y nos hace capaces a su vez de amar como Cristo nos ama, hasta el extremo de la caridad (cf. Jn 13,1). La gracia de la Eucaristía tiene como objetivo llevar al cristiano a la perfección del amor: al don de sí mismo[32]. La Eucaristía nos lleva a la plena realización de nosotros mismos porque nos hace entrar en la lógica de la donación y nos enseña a hacer el don de nosotros mismos.

a) La Eucaristía nos fascina, nos atrae y nos hace entrar en la lógica del don

La celebración de la Eucaristía nos pone en contacto directo con la profundidad del amor de Jesucristo y, a través de su don en el pan y el vino, con el amor de la Trinidad. Como ha dicho el Papa Benedicto XVI:

“En la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. (...) nos llega, nos fascina y nos cautiva la verdad del amor de Dios en Cristo, haciéndonos salir de nosotros mismos y atrayéndonos así hacia nuestra verdadera vocación: el amor” (SCa 35).

El Papa Francisco, en su carta apostólica Desiderio Desideravi (DD)[33], insiste en la dimensión del asombro. Nos invita a dejarnos atraer, fascinar por el don de Cristo en la Eucaristía. Escribe: “la desproporción entre la inmensidad del don y la pequeñez de quien lo recibe es infinita y no puede dejar de sorprendernos” (DD n. 3)

“Nadie se ganó el puesto en esa Cena, todos fueron invitados, o, mejor dicho, atraídos por el deseo ardiente que Jesús tiene de comer esa Pascua con ellos” (DD n. 4).

Cuando participamos en la Eucaristía, “cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros. Por nuestra parte, la respuesta posible, la ascesis más exigente es, como siempre, la de entregarnos a su amor, la de dejarnos atraer por Él” (DD n. 6).

La actitud de asombro nunca puede fallar. Por desgracia, puede ocurrir que escapemos a la fascinación de la belleza del don de Cristo.

“Si faltara el asombro por el misterio pascual que se hace presente en la concreción de los signos sacramentales, podríamos correr el riesgo de ser realmente impermeables al océano de gracia que inunda cada celebración. (...) El encuentro con Dios no es fruto de una individual búsqueda interior, sino que es un acontecimiento regalado: podemos encontrar a Dios por el hecho novedoso de la Encarnación que, en la última cena, llega al extremo de querer ser comido por nosotros” (DD n. 24).

Cuando llegamos a ser capaces de maravillarnos del don que Dios nos ha hecho en Cristo, nuestra existencia recibe

“un dinamismo nuevo, comprometiéndonos a ser testigos de su amor. Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio con el que la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical. (…) el testimonio hasta el don de sí mismos, hasta el martirio, ha sido considerado siempre en la historia de la Iglesia como la cumbre del nuevo culto espiritual: «Ofreced vuestros cuerpos» (Rom 12,1). Se puede recordar, por ejemplo, el relato del martirio de san Policarpo de Esmirna, discípulo de san Juan: todo el acontecimiento dramático es descrito como una liturgia, más aún como si el mártir mismo se convirtiera en Eucaristía. Pensemos también en la conciencia eucarística que san Ignacio de Antioquía expresa ante su martirio: él se considera «trigo de Dios» y desea llegar a ser en el martirio «pan puro de Cristo». El cristiano que ofrece su vida en el martirio entra en plena comunión con la Pascua de Jesucristo y así se convierte con Él en Eucaristía” (SCa n. 85).

Es la celebración de la Eucaristía la que nos introduce en la lógica del don que estructura toda vida humana [34]. “La Eucaristía no nos da un modelo de vida a imitar. Hace nacer en nosotros al hombre eucarístico. Puesto que se trata de llegar a ser lo que ya somos en Cristo, la celebración de la Eucaristía se convierte en esencial para nuestra vida cristiana porque, en ella, experimentamos nuestra identidad más profunda, definida por nuestra actitud de recibir la vida misma de Dios, y de vivificarnos según el único modo que vale, el de entregarnos por amor.”[35].

El “Cuerpo eucaristizado” es ante todo un cuerpo entregado, de lo que se deduce que nuestro cuerpo, alimentado por el Cuerpo de Cristo, debe también entregarse[36]. Jesús nos da un signo “en” el pan y el vino, y también “a través” de este pan y este vino. El pan es el cuerpo entregado, el vino es la sangre derramada, la vida entregada. En la Eucaristía Cristo está presente como Aquel que da su Cuerpo y derrama su Sangre, en su Pascua, que es el don de su vida.

Por medio de este pan, Jesús nos invita a hacernos uno con Él, a entrar con Él en su intención en la víspera de su Pasión, la noche en que fue entregado, y a comulgar unos con otros mediante nuestra participación en esta intención de entregar su vida.

La Eucaristía nos invita a participar más profundamente en el misterio pascual, a ofrecer toda nuestra vida al Padre con Cristo en el Espíritu Santo.

b) La Eucaristía nos enseña a hacer de nosotros mismos un don para los demás

La conciencia de que, en Jesucristo, Dios mismo se entregó por nosotros hasta la muerte, debe llevarnos a no vivir ya para nosotros mismos, sino para Él y con Él para los demás[37].

“En esto hemos conocido el amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos” (1Jn 3,16). Los cristianos hemos reconocido el amor de Jesucristo por nosotros a través de su existencia, de su manera de actuar, de hablar y de relacionarse con las personas que encontró, sobre todo porque, en el misterio pascual, dio su vida por nosotros. Nuestro amor hasta dar la vida por nuestros hermanos y hermanas hunde sus raíces en el ejemplo y la gracia de Jesucristo.

En este versículo de la primera carta de san Juan tenemos estas correspondencias: “él/nosotros”, “él dio/nosotros debemos dar”, “por nosotros/por nuestros hermanos”. Cristo se da a nosotros para que también nosotros, unidos a Él, nos demos a nuestros hermanos[38]. El don llama al don, la totalidad llama a la totalidad. “La vida es un don que se recibe dándose” [39].

Hemos dicho que la entrega está en la cima del camino de maduración humana y espiritual; por tanto, vivir según la Eucaristía es el único modo de vivir y realizar nuestra existencia humana[40].

El "memorial" constantemente renovado y profundizado del don de Dios hace surgir la posibilidad del don de sí como la respuesta más adecuada. El que se beneficia del don se siente movido también a arriesgarse y a entregarse.

La Eucaristía es el sacramento que conduce a la unión, a la transformación en Cristo, a la recíproca inhabitación que hace de toda la vida una vida eucarística (cf. Jn 6,56-57).

La Eucaristía celebrada hace presente a quien ha de ser imitado; en ella está presente Cristo en su ofrenda a Dios y a los hombres, en su actitud de humildad, servicio, entrega y amor. El don de sí lleva a pertenecer totalmente a Cristo para vivir según su estilo de vida, a referir toda la vida a Jesucristo para ser en el mundo como Él.

“Para progresar en las virtudes -escribió san Pedro-Julián Eymard-, el cristiano necesita tener siempre presente su modelo, una fuerza cada vez mayor y un amor que le sostenga. Y sólo en la santísima Eucaristía encuentra perfectamente estos tres bienes”. Y añade “el cristiano aprende a entregarse de este modo a través de la Sagrada Comunión, donde Jesús se le entrega a él entera y personalmente”[41].

Cristo en su Eucaristía nos enseña a decir “sí” a la cruz; nos enseña que esta muerte es una muerte vivida en el amor y en la entrega, y por eso se convierte en una muerte portadora de vida[42].

La Eucaristía rompe nuestro egoísmo y libera nuestra capacidad de amar, un amor más fuerte que la muerte (cf. Ct 8,6).

Convertido en miembro del Cuerpo de Cristo por el bautismo, el cristiano, a través de la Eucaristía, aprende a vivir la vida como un don. Vive según la lógica de una vida eucarística, es decir, la lógica de una vida donada. Dar su tiempo y sus energías. Hacer gestos de generosidad, de servicio, a veces en silencio. Dar significa morir a nosotros mismos y vivir sólo para los demás, hasta dar la propia vida[43]. El objetivo es vivir una vida cada vez más idéntica a la vida de Jesús: una vida entregada por el mundo[44].

“La Eucaristía nos llama a desprendernos de nosotros mismos, a entregarnos. No hay Eucaristía auténticamente digna de Cristo sin compromiso de compartir, de perdón y de reconciliación. El ‘sacramento del sacrificio’, que actualiza en nosotros el don de Cristo, revela así el hombre a sí mismo: nuestra vocación última, que resiste a todo lo que puede destruirnos o dividirnos, no es conquistar y dominar, sino recibir y darnos, aprender, día a día, a llevar una existencia eucarística. Todo lo que vivimos en el amor dado y recibido, incluso las heridas causadas por la violencia del mundo, todo puede ser recapitulado por el Cristo de la Eucaristía”[45].

Se trata, pues, de que la persona que se ha convertido en miembro de Cristo, Cuerpo de Cristo, se convierta en “vida entregada”, en todas las modalidades, formas y expresiones del amor vivido por Cristo.

El don de sí dice algo más que el mero hecho de dar. No se trata simplemente de dar algo, sino de darse uno mismo[46]. Dicho de otro modo, no se trata de dar lo que se tiene, sino lo que se es: “la verdadera riqueza -decía el Papa san Juan Pablo II- no consiste en tener algo y dar algo, sino en la capacidad de donarse”[47].

“Nuestras comunidades, cuando celebran la Eucaristía, han de ser cada vez más conscientes de que el sacrificio de Cristo es para todos y que, por eso, la Eucaristía impulsa a todo el que cree en Él a hacerse «pan partido» para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. Pensando en la multiplicación de los panes y los peces, hemos de reconocer que Cristo sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en primera persona: «dadles vosotros de comer» (Mt 14,16). En verdad, la vocación de cada uno de nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo” (SCa n. 88).

El Papa Francisco subrayó la fuerza de darse a los demás, que proviene precisamente de la Eucaristía:

“Cuántas madres, cuántos papás, junto con el pan de cada día, cortado en la mesa de casa, se parten el pecho para criar a sus hijos, y criarlos bien. Cuántos cristianos, en cuanto ciudadanos responsables, se han desvivido para defender la dignidad de todos, especialmente de los más pobres, marginados y discriminados. ¿Dónde encuentran la fuerza para hacer todo esto? Precisamente en la Eucaristía: en el poder del amor del Señor resucitado, que también hoy parte el pan para nosotros y repite: «Haced esto en memoria mía»”[48].

“Ante el mal, el sufrimiento, el pecado, la única respuesta posible para el discípulo de Jesús es el don de sí mismo, incluso de la vida, a imitación de Cristo”[49].

Darse, pues, significa también aceptar perderse, mediante un don generoso, en un amor gratuito y oblativo[50]; darse sinceramente es ofrecerse sin esperar recompensa alguna, es decir, sin ninguna condición ni límite y para siempre.

Darse es ver al otro como ser humano y comprometerse en la construcción de la familia humana[51]; el don de sí es también la base del perdón y del rechazo del odio y de la injusticia[52].

El don de sí no encuentra su fin en sí mismo, sino en la comunión[53]; en efecto, el fin del don es la comunión y la amistad con Dios, y la comunión con los hombres.

Sólo la comunión concretiza este deseo, en el don recíproco. El modelo por excelencia de donación es la vida intratrinitaria, la comunión entre las Personas divinas, donde la donación y la recepción son totales sin introducir desigualdades, lo que constituye el misterio más profundo.

El hombre está hecho para el don, pero aún más para la comunión. Si la comunión es el punto de llegada, el camino para llegar a ella es el don sincero de uno mismo; es ahí donde nace la relación de comunión. “La comunión tiene siempre y de modo inseparable una connotación vertical y una horizontal: comunión con Dios y comunión con los hermanos y hermanas. Las dos dimensiones se encuentran misteriosamente en el don eucarístico” (SCa n. 76)[54].

 

Conclusión

La Eucaristía produce en nosotros una transformación muy profunda. Es la vida de Cristo, una vida entregada, que resplandece en nosotros. El Padre Eymard decía:

“Un cristal, ponlo en la noche, es una piedra, ponlo en una pequeña luz, se vuelve transparente, ponlo al sol, ya no podemos mirarlo, es como el sol, ahí está Nuestro Señor, sube, asciende, cuando está a mediodía el alma se vuelve transparente en el verdadero amor. Poco a poco, por grados, Nuestro Señor habita entonces en nosotros, pero para poder donarse, tiene que darse según nuestra correspondencia, por grados, como el mineral para liberarse, para purificarse, cada grado quita una aleación. Cuanto más profundamente entramos en Nuestro Señor, más santos nos volvemos, (...) la santidad de los elegidos sólo se alcanza cuando son transparentes, cuando Jesús está en sus corazones, y ya no parecen más que apariencias. Jesucristo está en nosotros, no hay que disminuirlo, hay que ponerlo en acción”[55].

 

[1] Benedicto XVI, Homilía en la misa de la Cena del Señor, 20 marzo 2008. En la exhortación apostólica, fruto del sínodo sobre la Eucaristía, el Papa Benedicto XVI escribió: “La primera realidad de la fe eucarística es el misterio mismo de Dios, el amor trinitario. En el diálogo de Jesús con Nicodemo encontramos una expresión iluminadora a este respecto: Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él (Jn 3,16-17). Estas palabras muestran la raíz última del don de Dios”, SCa 7.

[2] Cf. San Pedro-Julián Eymard, Œuvres Complètes, vol. XII, éd. Centro Eucaristico – Nouvelle Cité 2008, PO 30,7.

[3] Alain Mattheeuws, Le « don de soi » ouvre la porte du cœur aux époux, en NRT 142 (2020), p. 45.

[4] En el Nuevo Testamento tenemos 377 veces el verbo “donar” (en griego “didomi”).

[5] San Pedro-Julián Eymard escribió: “Dios amó al hombre y le dio todo lo que tiene y es. El Padre dio a su Hijo. El Hijo se dio a sí mismo. El Espíritu Santo se ha convertido en nuestro santificador habitual”, Œuvres Complètes, NR 44,102; también el Papa Francisco: “En el don se refleja el amor de Dios, que culmina en la encarnación del Hijo, Jesús, y en la efusión del Espíritu Santo”, Mensaje para la Jornada Mundial del Enfermo 2019.

[6] Jean-Luc Marion (1946-vivo), filósofo e historiador francés ha hablado de efecto ‘cascada’: “El don sólo se recibe para volverlo a dar (...) El don sólo puede recibirse si se da, de lo contrario dejaría de merecer su nombre”, J.-L. Marion, L’idole et la distance, éd. Grasset et Fasquelle 1977.

[7] “Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Pan del cielo les dio a comer”. Jesús les replicó: “En verdad, en verdad os digo: no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”, Jn 6,31-33.

[8] Al comienzo de su evangelio, en el prólogo, san Juan había escrito: “Y el Verbo se hizo carne”, Jn 1,14.

[9] En los 26 versículos de este capítulo, el verbo “dar / donar” se encuentra al menos 17 veces.

[10] San Pedro Julián Eymard: “Y he aquí la última acción de Nuestro Señor. Se ha donado y ya no pueda hacer más, ya no está en él, está en nosotros”, 9 abril 1868, Œuvres Complètes, PP 56,3.

[11] Etienne Grieu, Pertinence sociale et politique de l’Eucharistie, en Etudes, novembre 2012 – n. 4175, p. 499.

[12] La Iglesia no quiere olvidar este contexto y retoma este pasaje de San Pablo en la Plegaria Eucarística III.

[13] Podemos relacionar el verbo “entregar” con el verbo “dar”, casi como sinónimos. La perspectiva del don, que se encuentra en el “exinanivit” de San Pablo, se traduce en la celebración eucarística por los participios “entregado” y “derramado”, en relación con el cuerpo y la sangre, cf. Frédérique Poulet, Célébrer l’Eucharistie après Auschwitz, éd. Cerf, Paris 2015, p. 309.

[14] “‘El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo’ (Jn 6,51). Con estas palabras el Señor revela el verdadero sentido del don de su propia vida por todos los hombres y nos muestran también la íntima compasión que Él tiene por cada persona. (…) Cada celebración eucarística actualiza sacramentalmente el don de su propia vida que Jesús hizo en la Cruz por nosotros y por el mundo entero. Al mismo tiempo, en la Eucaristía Jesús nos hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo (…) en las personas que encuentro reconozco a hermanos y hermanas por los que el Señor ha dado su vida amándolos ‘hasta el extremo’ (Jn 13,1)”, SCa 88.

[15] El Hijo de Dios, escribe san Pablo, “me amó y se entregó por mí” (Gál 2,20). “Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor” (Ef 5,2).

[16] “Sacramento de la caridad, la Santísima Eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre. En este admirable Sacramento se manifiesta el amor «más grande», aquel que impulsa a «dar la vida por los propios amigos» (cf. Jn 15,13). En efecto, Jesús «los amó hasta el extremo» (Jn 13,1). Con esta expresión, el evangelista presenta el gesto de infinita humildad de Jesús: antes de morir por nosotros en la cruz, ciñéndose una toalla, lava los pies a sus discípulos. Del mismo modo, en el Sacramento eucarístico Jesús sigue amándonos «hasta el extremo», hasta el don de su cuerpo y de su sangre”, SCa n. 1.

[17] Cf. Etienne Grieu, Pertinence sociale et politique de l’Eucharistie, en Études, novembre 2012 – n. 4175, p. 500-508.

[18] Romano Guardini, Jésus-Christ, éd. Guadarrama, Madrid 1960, p. 123.

[19] San Pedro Julián Eymard, Œuvres Complètes, PG 279,3.

[20] San Pedro Julián Eymard, Œuvres Complètes, PO 7,15.

[21] “Ubi donator venit in donum et datum est idem penitus cum datore”, Papa Urbano IV, Constitución apostólica “Transiturus” (1264). “La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación”, EdE n. 11.

[22] Jesús no mira si las personas a las que se dona son dignas o no, cuál es su situación moral o su intelectual y de comprensión. Su acto de amor es libre, no espera nada a cambio. “Jesucristo (...) nos comunica la misma vida divina en el don eucarístico. Se trata de un don absolutamente gratuito”, SCa n. 8.

[23] Jesús no dio sus pensamientos, sino su ser, a sí mismo. Lo que Jesús nos da, en el pan y el vino, es su existencia concreta.

[24] En la Eucaristía, Jesús está plenamente presente, con todo su amor y toda su vida, para todos los hombres, enteramente para todos y cada uno. Se entrega hasta el extremo, hasta el abandono.

[25] En la Eucaristía tenemos la vida de Dios, la vida de la Trinidad, que nos toma totalmente y nos lleva a la nueva vida más allá de la muerte. “En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (cf. Lc 22,14-20; 1Co 11,23-26), nos llega toda la vida divina y se comparte con nosotros en la forma del Sacramento”, SCa n.8.

[26] En la Eucaristía, Jesús se hace pan para entrar en todos, para “hacerse uno” con todos. El don de la Eucaristía es accesible a todos, y todos pueden aprender a dar y recibir, a dar y acoger. La Eucaristía, que nos hace “un solo cuerpo” (cf. 1Cor 10,16-17; Eph 4,15-16), se presenta como un profundo dinamismo de amor mutuo, de comunión íntima y profunda, de unidad en una “armonía multiforme que atrae”, EG n. 117.

[27] “El hombre, creado a imagen de Dios y para la comunión con Él, sólo puede encontrarse plenamente a sí mismo mediante el don desinteresado de sí mismo (GS 24). La realización de su persona pasa por este don de sí mismo que significa apertura a los demás, acogida y respeto de la vida”, L’Eucharistie don de Dieu pour la vie du monde, Documento-base del Congreso Eucarístico Internacional de Québec, junio 2008. El don fue un concepto central en el pensamiento de Juan Pablo II, cf. Pascal Ide, Une théologie du don. Les occurrences de Gaudium et spes, n. 24 § 3 chez Jean Paul II, en Anthropotes, 17/1 (2001), p. 149-178. El Papa Francisco retomó esta idea en su encíclica Fratelli tutti: “Un ser humano está hecho de tal manera que no se realiza, no se desarrolla ni puede encontrar su plenitud ‘si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás’. Ni siquiera llega a reconocer a fondo su propia verdad si no es en el encuentro con los otros”, FT 87.

[28] Benedicto XVI, Caritas in veritate, 34.

[29] Documento final de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional, 2018, n. 76.

[30] El Papa San Juan Pablo II escribió: “la libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo”, Veritatis Splendor, n. 87.

[31] Cf. Juan Pablo II, Veritatis Splendor n. 87.

[32] El don de sí es el amor en el pleno sentido de la palabra. Amar de verdad es donarse. Nuestra libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de sí mismo.

[33] Papa Francisco, Desiderio Desideravi, carta apostólica, 29 junio 2022.

[34] Cf. Vie reçue, vie donnée. L’offrande eucharistique, Service National de la Pastorale Liturgique et Sacramentelle, Mame, Paris 2019, p. 41.

[35] Ibid. p. 19.

[36] Cf. Emmanuel Falque, Les Noces de l’Agneau, éditions du Cerf, Paris 2011, p. 227.

[37] Cf. Benedicto XVI, Deus Caritas est, n. 33.

[38] Cf. Giuseppe Crocetti, Dare la vita per i fratelli, en Il Cenacolo, agosto-settembre 2022, n. 6, p. 25-26.

[39] Papa Francisco, Homilía del domingo de ramos, 5 abril 2020.

[40] “‘Darse’ significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es Espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más difíciles como aquel Jueves Santo de Jesús, donde Él sabía cómo se tejían las traiciones y las intrigas pero se dio y se dio, se dio a nosotros mismos con su proyecto de salvación. Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con su verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio”, Papa Francisco, Homilía en la misa, en Quito (Ecuador), 7 julio 2015.

[41] San Pedro Julián Eymard, Œuvres Complètes, RA 17,14.

[42] “Este es el movimiento que pasa por el SÍ de la cruz, es decir, por la obediencia y el desprendimiento totales... Debemos participar con Él en esta historia de fidelidad, de Amor dado y recibido, aceptando participar en su ‘sacrificio’, es decir, en el acto por el que Él se expone libremente a la muerte poniéndolo todo en el apoyo de su Padre... Sólo el Espíritu Santo es capaz de hacer de nuestra relación con Cristo esta relación interior, de hacer que seamos configurados con Cristo”, Mgr Claude Dagens, Le sacrement du sacrifice, en Christus n. 242, p. 159.

[43] El ejemplo más claro es el gesto de Jesús durante la Última Cena, cuando lavó los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,1-15).

[44] La Eucaristía nos hace entrar en el dinamismo del misterio pascual en su totalidad. Por eso es imposible que celebremos la Eucaristía de verdad sin aceptar libre y voluntariamente vivir en nuestra vida cotidiana el contenido de la muerte de Cristo por todos los hombres. Cuando comulgamos, comulgamos con el misterio de su vaciamiento de sí mismo, de su anonadamiento, por el que se hizo uno de nosotros, nuestro esclavo, llegando incluso a lavarnos los pies y a dar su vida en una cruz por nosotros (cf. Ph 2,6-9). “La dimensión kenótica es constitutiva de la institución de la Eucaristía”, Frédérique Poulet, Célébrer l’Eucharistie après Auschwitz, p. 177.

[45] Mgr Claude Dagens, Le sacrement du sacrifice, en Christus n. 242, p. 164.

[46] “El don de sí es el que establece la relación interpersonal que no se genera dando «cosas», sino dándose a sí mismo. En cualquier donación se ofrece la propia persona”, Papa Francisco, Homilía en la misa, en Quito (Ecuador), 7 julio 2015.

[47] Juan Pablo II, Discurso a las religiosas, Catedral de Nuestra Señora, La Paz (Bolivia), 10-5-1988, n. 7.

[48] Papa Francisco, Homilía del Corpus Domini, 26 mayo 2016.

[49] Papa Francisco, Discurso en el Via Crucis con los jóvenes, XXXI Jornada Mundial de la Juventud, Polonia, 29 julio 2016.

[50] San Pablo, en su Primera Carta a los Corintios, escribe: “Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría” (1Cor 13,3).

[51] “El amor de amistad se llama «caridad» cuando se capta y aprecia el «alto valor» que tiene el otro. La belleza -el «alto valor» del otro, que no coincide con sus atractivos físicos o psicológicos- nos permite gustar lo sagrado de su persona, sin la imperiosa necesidad de poseerlo. (...) El amor al otro implica ese gusto de contemplar y valorar lo bello y sagrado de su ser personal, que existe más allá de mis necesidades. Esto me permite buscar su bien también cuando sé que no puede ser mío o cuando se ha vuelto físicamente desagradable, agresivo o molesto. Por eso, «del amor por el cual a uno le es grata otra persona depende que le dé algo gratis»”, Papa Francisco, Amoris Laetitia, n. 127.

[52] “Por el memorial de su sacrificio, refuerza la comunión entre los hermanos y, de modo particular, apremia a los que están enfrentados para que aceleren su reconciliación abriéndose al diálogo y al compromiso por la justicia”, SCa 89.

[53] “La libertad es, a la vez, inalienable autoposesión y apertura universal a cada ser existente, cuando sale de sí mismo hacia el conocimiento y el amor a los demás. La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende a la comunión”, Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 86.

[54] “Donde se destruye la comunión con Dios, que es comunión con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo, se destruye también la raíz y el manantial de la comunión entre nosotros. Y donde no se vive la comunión entre nosotros, tampoco es viva y verdadera la comunión con el Dios Trinitario”, Benedicto XVI, Audiencia general, 29 marzo 2006.

[55] San Pedro Julián Eymard, Œuvres Complètes, PS 211,6.

Modificado por última vez en Viernes, 16 Junio 2023 07:52