Viernes, 16 Junio 2023 07:22

2. La presencia real de Cristo en la Eucaristía

Paul Bernier, SSS. 
Richfield, OH, Estados Unidos. 

Texto original en inglés.

 

La creencia en la presencia de Cristo en la Eucaristía se extiende a lo largo de los 2000 años de historia de la Iglesia. Sin embargo, la forma de entenderla o explicarla a lo largo de esos años ha cambiado considerablemente. Podemos dividirlo en varias fases. Durante el primer milenio, la gente se contentaba con la seguridad que recibía de la catequesis bautismal de los Padres de la Iglesia: que en cada Eucaristía tenían el privilegio de recibir el cuerpo y la sangre del Señor resucitado. Hacia el cambio de milenio y en la alta Edad Media, la gente empezó a reflexionar más sobre la forma en que estaba presente Cristo: ¿físicamente? ¿espiritualmente? ¿sacramentalmente? ¿simbólicamente?

En el siglo XIII, Tomás de Aquino tomó el término transubstanciación, utilizado por el IV Concilio de Letrán (1215), y utilizó las categorías aristotélicas para definir lo que ocurría en la Eucaristía. Hay que añadir que Santos Tomás de Aquino no hablaba de una noción objetiva de presencia real. Se centró más, en el efecto que producía la presencia de Cristo, es decir en lo que hacía y lo que lograba en el cristiano. El término transubstanciación fue canonizado, por así decirlo, en el Concilio de Trento en el siglo XVI, y todavía hoy día se utiliza. Trento reafirmó la comprensión básica medieval y, en lugar de desarrollar un tratado positivo e integral sobre la Eucaristía, se contentó con oponerse a lo que negaban los protestantes. Fue necesario el Concilio Vaticano II para elaborar una teología positiva y más completa de la Eucaristía, y ayudarnos a navegar en la era postmoderna en la que vivimos ahora.

 

El Primer Milenio

Desde el principio, la Iglesia ha creído que Cristo estaba presente en la celebración de la Eucaristía, que cada domingo observaban como día sagrado. No se centraba exclusivamente en los elementos del pan y el vino, sino que, como podemos ver en 1 Corintios 11,17-34, la Eucaristía abarcaba todo el ritual de la comunidad que se reunía a la mesa del Señor para ser alimentada por Cristo y poder convertirse en su cuerpo aquí en la tierra. De ahí la insistencia de Pablo en que cuando no había unidad, ni preocupación por los pobres, no era la Eucaristía lo que estaban celebrando.

En cuanto a la presencia de Cristo en la celebración, los primeros cristianos entendían la Eucaristía de forma muy literal. Jesús dijo que el pan y el vino eran su cuerpo y su sangre, y ellos lo entendieron exactamente así. A finales del siglo I, Ignacio de Antioquía dijo sencillamente que: “la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la misma que padeció por nuestros pecados, la misma que por su bondad resucitó el Padre” (Carta a los de Esmirna VII, 1.4. Unos 50 años más tarde, Justino Mártir fue igual de explícito:

Porque no tomamos estas cosas como pan común ni como vino común, sino que, así como Jesucristo, nuestro Salvador, hecho carne por el Verbo de Dios, tuvo carne y sangre para salvamos, así también hemos recibido por tradición que aquel alimento sobre el cual se ha hecho la acción de gracias por la oración que contiene las palabras del mismo, y con el cual se nutren por conversión nuestra sangre y nuestras carnes, es la carne y la sangre de aquel Jesús encarnado. (1 Apol. 66, 2).

Esta siguió siendo la fe de la Iglesia durante el primer milenio. Se invirtió poco tiempo y esfuerzo en tratar de explicar cómo se llegó a esto. Les bastaba con entender que las palabras de Jesús significaban exactamente lo que decían. En el siglo V, por ejemplo, Teodoro de Mopsuestia explicó la transformación eucarística muy literalmente escribiendo:

“Porque el Señor no dijo: Esto es un símbolo de mi cuerpo, y esto un símbolo de mi sangre, sino: Esto es mi cuerpo y mi sangre. Nos enseña a no considerar la naturaleza de la cosa propuesta a los sentidos, ya que con la acción de gracias y las palabras pronunciadas sobre ella se ha cambiado en su carne y sangre” (In Mat. Hom., PG 66, 714).

Muchas de las Plegarias Eucarísticas que forman parte de nuestro patrimonio litúrgico proceden del siglo IV y muestran una rica apreciación de la presencia de Cristo y del significado de nuestra participación. Los Padres de la Iglesia exhortaban al pueblo a entrar lo más plenamente posible en los misterios que celebraban para poder experimentar la presencia de Cristo. Les decían que se sumergieran lo más posible en la pasión y resurrección de Cristo para que pudieran ofrecerse en sacrificio de sí mismos a los demás, y así a Dios.

Esta convicción de que el pan y el vino se transformaban en el cuerpo y la sangre de Cristo era expresión de la fe católica en este milenio. Los Padres de la Iglesia coincidían en afirmar que Cristo vivo estaba presente en la Eucaristía. La Iglesia occidental tendía a atribuir este cambio a las palabras de Cristo en la Plegaria Eucarística, mientras que la Iglesia oriental pensaba que se realizaba por la acción del Espíritu Santo. En cualquier caso, la presencia de Cristo estaba vinculada a la celebración de la Eucaristía. Esta fue la doctrina de la Iglesia hasta el siglo IX. En esa época se empezó a prestar cada vez más atención a la presencia de Cristo en los elementos eucarísticos. Los dos responsables de ello fueron Pascasio Radberto y su oponente Ratramno de Corbie.

Pascasio defendió con vigor la doctrina de que Cristo estaba realmente presente en la Eucaristía. Su principal preocupación era explicitar la enseñanza de los Padres. Sin embargo, lo hizo enfatizando la identidad del cuerpo eucarístico de Cristo con su cuerpo natural (histórico) en términos tan exagerados que la diferencia entre los dos modos de existencia no se puso suficientemente de manifiesto. Sostenía que la presencia de Cristo en la Eucaristía era la misma carne de María, que había sufrido en la Cruz, había sido sepultada y había resucitado (De Corp., 4.3 y 7.2). Sostuvo que, por la omnipotencia de Dios, esta presencia es milagrosamente creada o multiplicada diariamente en cada consagración (De Corp., 4.1 y 12.1).

Sus oponentes solían considerar que su exposición doctrinal era demasiado burda y materialista. Su principal oponente en esta discusión fue otro monje, Ratramno. Le escandalizaba el realismo de Pascasio. Afirmaba que el cuerpo de Cristo resucitado estaba en el cielo, y no esparcido por el mundo. La Eucaristía era un sacramento, afirmaba, una figura del cuerpo de Cristo, que recibimos por fe. Dos resultados de esta teología fueron hacer una distinción tan dura entre el sacramento y la realidad que nos sigue atormentando hasta el día de hoy. Un segundo resultado fue el de que con su distinción entre el cuerpo eucarístico de Cristo y sus apariencias exteriores sensibles (sacramentales) allanó el camino para la posterior noción de transubstanciación.

 

Alta Edad Media

Dos siglos más tarde, la posición de Pascasio fue adoptada por otro monje y teólogo, Berengario de Tours. La controversia subsiguiente tendría repercusiones duraderas para todos los siglos posteriores. Berengario se vio obligado a firmar el repudio de sus enseñanzas en el Concilio de Roma de 1059. Su juramento se incluyó en el Decretum de Graciano y permaneció en los documentos de derecho canónico hasta que se publicó un nuevo código en 1917. Dice, en parte:

Profeso... que el pan y el vino que se colocan sobre el altar después de la consagración no son sólo signos (non solum sacramentum), sino también el verdadero cuerpo y la verdadera sangre de nuestro Señor Jesucristo, y que, para los sentidos, no sólo en signo sino en verdad (non solum sacramento, sed in veritate) son manipulados y rotos por las manos del sacerdote y triturados por los dientes de los fieles...[1].

La mayoría de los teólogos posteriores encontraron formas de diluir el significado de este juramento. No obstante, una de las principales consecuencias de este debate fue el desplazamiento del centro de atención de la Eucaristía, de la celebración de la liturgia a la presencia de Cristo en el pan y el vino eucarísticos. Para los laicos, el mayor énfasis comenzó a ponerse en el pan eucarístico (que pronto se convertiría en la hostia), ya que se les empezó a negar la recepción del cáliz. Las principales razones aducidas para este cambio fueron el peligro de derramamiento. Sin embargo, dio lugar a la teología de la concomitancia y eliminó el simbolismo de la Eucaristía como una comida en la que compartimos el pan y el vino con nuestros hermanos y hermanas junto con el Señor resucitado.

Debido al énfasis que se daba a la presencia del Jesús histórico en el pan, los fieles se mostraban reacios a comulgar. Alarmado por esta tendencia, el IV Concilio de Letrán (1215) consideró importante legislar que los fieles comulgaran al menos una vez al año. Sin embargo, en la piedad popular (ayudada e instigada por el jansenismo), en muchas zonas se necesitaba el permiso del confesor para comulgar con frecuencia. Esta costumbre se mantuvo hasta la reforma del Vaticano II.

Otra consecuencia fue un sutil cambio de énfasis en la forma de considerar el pan que se reservaba después de la liturgia para la comunión de los enfermos. Pronto se convirtió en el objeto de la devoción eucarística. En la misa, la gente se contentaba con contemplar el pan después de la consagración; esto llegó a ser más importante que recibir la comunión. La comida sagrada con el Señor resucitado se convirtió en un sacrificio ofrecido por el sacerdote, y bastaba con el hecho de que sólo él comulgara. La comunión de los fieles no era esencial para el significado del rito. De esta actitud surgió el desplazamiento de la piedad cristiana de la presencia de Cristo en la liturgia a devociones populares como la exposición del sacramento, la devoción de las Cuarenta Horas, aparentemente iniciada en 1537. Poco después, se pidió al Papa Pablo III que concediera indulgencias para esta práctica. El Papa las concedió.[2]

La fiesta del Corpus Christi fue propuesta por Juliana de Lieja y Santo Tomás de Aquino al Papa Urbano IV, con el fin de crear una fiesta centrada únicamente en la Sagrada Eucaristía, haciendo hincapié en la alegría de que la Eucaristía sea el cuerpo y la sangre, el alma y la divinidad de Jesús. Habiendo reconocido en 1264 la autenticidad del milagro eucarístico de Bolsena, el pontífice, que entonces vivía en Orvieto, estableció la fiesta del Corpus Christi como solemnidad y la extendió a toda la Iglesia Católica Romana. El himno Tantum Ergo (los dos últimos versos de Pange Lingua), escrito por el propio Santo Tomás, rinde homenaje al Señor tanto en la Eucaristía como en su gloria en la Trinidad. Este himno desempeña aún hoy un papel importante en la exposición eucarística y en la bendición del Santísimo Sacramento.

Desde un punto de vista teológico, el énfasis también se desplazó aún más hacia el pan eucarístico, no tanto como parte integrante de la liturgia, sino para especular sobre el modo de la presencia de Cristo y encontrar una explicación de cómo Jesús se hizo presente allí. El término transubstanciación surgió de la respuesta de Lanfranco a Berengario, que utilizó los términos sustancia y sustancial para hablar del cambio eucarístico. Estos términos fueron recogidos por el IV Concilio de Letrán cuando pidió a los albigenses que profesaran que la sustancia del pan y el vino se transformaban en la sustancia del cuerpo y la sangre de Cristo. Tomás de Aquino dio a esta explicación sacramental una base más científica, utilizando las nociones aristotélicas de sustancia y accidentes. Cuando los teólogos posteriores adoptaron la metafísica aristotélica en Europa occidental, explicaron el cambio que ya formaba parte de la doctrina católica en términos de sustancia y accidentes aristotélicos.

 

La Reforma Protestante

En 1517, Martín Lutero clavó sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Wittenberg, iniciando lo que aún hoy se conoce como la Reforma protestante. Este movimiento pronto se dividió en varias ramas, y la doctrina católica sobre la Eucaristía fue atacada de diversas maneras. Finalmente se convocó el Concilio de Trento para contrarrestar las pretensiones protestantes. Su accidentada puesta en marcha y sus tres sesiones, que duraron unos 20 años, se limitaron a contrarrestar lo que consideraban falsas afirmaciones de las diversas iglesias protestantes. No se hizo ningún esfuerzo por elaborar una teología coherente y positiva del misterio eucarístico.

El Concilio de Trento insistió en la existencia de un cambio sustancial en la Eucaristía. No impuso la teoría aristotélica de la sustancia y los accidentes; pero sí afirmó el término transubstanciación, aunque limitándose a afirmar que el término es un nombre apropiado y propio (aptissime) para el cambio que tiene lugar por la consagración del pan y el vino.

Con respecto a la noción de transubstanciación, en su 13ª sesión, el Concilio de Trento reafirmó y definió la transubstanciación como esa maravillosa y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo, y de toda la sustancia del vino en la sangre, permaneciendo sólo las especies del pan y del vino. A esta conversión la Iglesia católica la llama muy acertadamente transubstanciación. Su primer canon establece:

Si alguno negare, que en el santísimo sacramento de la Eucaristía se contiene verdadera, real y substancialmente el cuerpo y la sangre juntamente con el alma y divinidad de nuestro Señor Jesucristo, y por consecuencia todo Cristo; sino por el contrario dijere, que solamente está en él como en señal o en figura, o virtualmente; sea excomulgado (Sesión XIII, canon 1).

Con respecto a la presencia de Cristo en la Eucaristía, el Concilio declaró:

En primer lugar, enseña el santo Concilio y clara y sencillamente confiesa, que después de la consagración del pan y del vino, se contiene en el saludable sacramento de la santa Eucaristía verdadera, real y substancialmente nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y hombre, bajo las especies de aquellas cosas sensibles[3].

La teología tridentina dominó los seminarios que se iniciaron después de Trento. Hasta hoy el término transubstanciación se sigue utilizando en la Iglesia católica para afirmar el hecho de la presencia de Cristo y el cambio misterioso y radical que se produce, pero casi imposible de explicar a la gente de hoy cómo se produce el cambio, ya que éste ocurre “de una manera que sobrepasa el entendimiento”.[4]

 

El Concilio Vaticano II

El primer gran tratamiento oficial que hemos recibido respecto a la teología sacramental y, por supuesto, de la presencia de Cristo en la Eucaristía procede del Vaticano II. Como resultado de numerosos estudios litúrgicos en el siglo anterior y de un mejor conocimiento bíblico e histórico, el Concilio estaba bien preparado, y la primera declaración dogmática que emitió fue la Constitución sobre la Liturgia (Sacrosanctum concilium), el 9 de diciembre de 1962.

Un concepto importante que introdujo el Concilio es que hay varios modos o maneras en que Cristo está realmente presente en la Eucaristía y en la Iglesia. En palabras del propio Concilio:

Está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, "ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz", sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su fuerza en los Sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt., 18,20). Realmente, en esta obra tan grande por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima Esposa la Iglesia, que invoca a su Señor y por El tributa culto al Padre Eterno.[5]

Aunque reconoce que hay algo especial en la presencia eucarística, el Concilio, así como los documentos eclesiásticos posteriores, quiere que la situemos en otras formas en las que Jesús está realmente presente entre nosotros. Al fin y al cabo, ¡la presencia irreal no existe! Es importante subrayar que se trata siempre de una presencia interpersonal, no estática. La presencia eucarística, y en particular la presencia en el pan, no es una cosa, un objeto sagrado. Encarna una relación de persona a persona. Es Jesús ofreciéndose a nosotros y esperando una respuesta de fe por nuestra parte.

Nótese que muchos de los modos de presencia aquí mencionados se encarnan en nuestras celebraciones eucarísticas. Él está presente en la comunidad que se reúne como su familia (no simplemente como individuos), en el sacerdote que preside y en la palabra que se proclama. Quizá sea especialmente necesario subrayar los diversos modos de presencia en la Liturgia de la Palabra. La enseñanza conciliar sobre nuestra alimentación en dos mesas: la Mesa de la Palabra y la Mesa de la Eucaristía, formando ambas un único acto de culto, es muy importante a este respecto, en la medida en que la enseñanza anterior ni siquiera consideraba la Liturgia de la Palabra como una parte importante de la Misa. Se hacía hincapié principalmente en la Liturgia de la Eucaristía, que consistía en el ofertorio, la consagración y la comunión. Nadie dudaba de la presencia de Cristo en la Plegaria Eucarística, que transforma los dones del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Se hace presente en nosotros cuando le recibimos en la comunión. Por último, también está presente cuando se nos encomienda en su nombre que salgamos y glorifiquemos a Dios con nuestra vida, reconociéndole en nuestro prójimo, especialmente en los pobres y necesitados. Todas estas formas reales de presencia interpersonal requieren que las aceptemos con fe.

Lo que es especial en la presencia de Cristo en el pan y el vino es el hecho de que perdura incluso una vez terminada la celebración de la Misa. El pan eucarístico no vuelve a ser un pan ordinario una vez celebrada la Misa. La presencia de Cristo en él no depende de nuestra fe, aunque la fe es necesaria para que nos beneficiemos de ella. Esto no es sólo pensamiento reciente. Ya en el primer milenio, el pan eucarístico se reservaba para la comunión de los enfermos. En la Edad Media comenzó a venerarse mediante la oración incluso fuera (o sin relación) de la liturgia. Incluso en la Eucaristía, cuando la gente empezó a comulgar cada vez con menos frecuencia, se apresuraba a ir a la iglesia para ver la hostia sagrada cuando se elevaba después de las palabras de institución. Hoy somos conscientes de que la reverencia y la oración ante el pan reservado no sustituyen a la comunión. Más bien, brota de toda la liturgia y nos permite apreciar más plenamente lo que acabamos de celebrar. Nos permite interiorizar y prolongar la presencia de Cristo en nuestras vidas. Comentar el modo dialógico en que respondemos a la presencia de Cristo, especialmente en la Palabra, es algo más que escuchar a Dios hablar. Necesitamos escuchar y reflexionar, para responder adecuadamente.[6] La oración en presencia del sagrario o de la Eucaristía, reservada o expuesta, nos permite hacerlo sistemática y amorosamente como prolongación de nuestras liturgias.

Hubo varias diferencias después del Concilio con respecto a la noción de los diversos modos de presencia de Cristo. El esquema que los trataba originalmente difiere de lo que el propio Concilio decidió finalmente, así como de lo que el Papa Pablo VI escribió en Mysterium fidei, y en lo que tenemos en el Catecismo Católico; estos documentos ordenan estos modos de manera diferente. Esto puede ser simplemente una diferencia de énfasis. Raymond Moloney trata este tema en su libro The Eucharist, y concluye diciendo que existe complementariedad entre los diversos modos de presencia. Nos indican diferentes maneras de responder a la presencia de Cristo, ya sea mediante el servicio, la participación activa en la misa o la alabanza y la adoración en el sagrario.[7]

El planteamiento teológico del Concilio difería de la tradición manualista habitual hasta entonces. Se basó básicamente en dos grandes enfoques. Su enseñanza conciliar se basa en las Escrituras, así como en el desarrollo de la práctica a lo largo de la historia de la Iglesia. En ese sentido es inductiva, más que deductiva, partiendo de la enseñanza anterior de la Iglesia. Empezando por las Escrituras, por ejemplo, si nos dirigimos al primer relato de la Eucaristía que se encuentra en el Nuevo Testamento, se alude a una serie de modos de la presencia de Cristo. Escrito sólo unos 20 años después de la resurrección, Pablo se refiere a sus enseñanzas pasadas en 1 Corintios 10,16-17 y 11,17-34. En el capítulo 10, habla de la comunión que nos hace partícipes del cuerpo y la sangre del Señor. A continuación, afirma que esto sirve para hacer de nosotros un solo cuerpo en Cristo. Nuestra relación con Cristo no es individualista, sino que formamos parte de la única comunidad de la que nos ha hecho partícipes mediante el derramamiento de su sangre.

Pablo continúa con esta idea en el capítulo 11. Casi podemos estar agradecidos a los corintios por este pasaje que fue escrito no para decirnos nada sobre la institución de la Eucaristía, sino para corregir una lamentable falta de comprensión de este acto central de nuestra fe. Pablo comienza criticando sus “reuniones”. Otras traducciones dejan claro que se refiere a la asamblea eucarística. Desde el principio, el ideal era que toda la comunidad -el único cuerpo de Cristo- se reuniera para la única Eucaristía. Cristo está presente en la comunidad reunida en su nombre. Pablo lo refuerza con dos afirmaciones aterradoras: “el que coma el pan o beba la copa del Señor indignamente tendrá que dar cuenta del Cuerpo y de la Sangre del Señor” (v.27); “si come y bebe sin discernir el Cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación” (v.29). Esto implica reconocer el cuerpo eucarístico de Cristo, por supuesto; pero la referencia más directa es el punto de todo el pasaje: la discriminación de los ricos contra los pobres que despertó la ira de Pablo ante su comportamiento. A Pablo le horroriza que no reconozcan la presencia de Cristo en su cuerpo, la Iglesia. También les dice que todos los que lo hacen e incluso tratan a los demás de forma diferente por su condición social no están celebrando la Eucaristía; sólo están celebrando su propio pecado (v. 20-21). Esta dimensión comunitaria de la presencia de Cristo es lo que puede perderse si privatizamos la presencia de Cristo en una espiritualidad personal.

 

¿Cómo describir entonces la presencia de Cristo?

Lo que complica cualquier debate o intento de explicar nuestros esfuerzos por definir la presencia eucarística de Cristo es que las bases metafísicas en las que se ha apoyado nuestra teología desde la Edad Media tienen poco o ningún sentido para la gente de hoy. Para complicar las cosas, hemos pasado, en general, por dos grandes cambios de pensamiento. Con la Ilustración llegó un periodo llamado Modernismo. Los postulados de la Ilustración realzaban el papel de la razón, la racionalidad o el razonamiento científico como guía para comprender la condición humana. Sólo la razón y la ciencia proporcionan fundamentos de conocimiento precisos, objetivos y fiables. Si algo no puede demostrarse científicamente, se rechaza, o al menos se margina. La razón trasciende y existe independientemente de nuestros contextos existenciales, históricos y culturales; es universal y “verdadera”.

Más recientemente, hemos entrado en una nueva fase (o fases), llamada posmodernismo. El modernismo pensaba que la razón conduciría a verdades universales que todas las culturas abrazarían o deberían abrazar. El posmodernismo considera que no hay verdades eternas, ni experiencia humana universal, ni derechos humanos universales, ni una narrativa primordial del progreso humano. Esto se debe a que el existencialismo, la fenomenología, la filosofía del proceso (y otros movimientos) se enfrentan hoy a la filosofía y la teología católicas con la idea de que no existen medios universales y objetivos para juzgar como “verdadero” un concepto determinado, ya que todos los juicios de verdad existen dentro de un contexto cultural (relativismo cultural). Por tanto, si algo no tiene sentido para el modo de pensar de cada uno, las explicaciones de la presencia eucarística basadas en la vieja metafísica se consideran reliquias inútiles de una época pasada.

La insatisfacción con el término “transubstanciación” en nuestra cultura posmoderna llevó a buscar mejores sustitutos. Se han hecho varios esfuerzos para remediar sus deficiencias. Si el cambio eucarístico no se explica satisfactoriamente como un cambio de sustancia, ¿en qué consiste? Dos de las explicaciones más destacadas fueron la transignificación y la transfinalización. Edward Schillebeeckx fue quizá el teólogo más destacado en defender la idea de la transignificación.[8] La transignificación sugiere que, aunque el cuerpo y la sangre de Cristo no están físicamente presentes en la Eucaristía, lo están real y objetivamente, ya que los elementos adquieren durante la Eucaristía el significado real del cuerpo y la sangre de Cristo, que se hacen así sacramentalmente presentes. Nótese que lo que aquí se afirma es como explicación de lo que entendemos por nuestro uso del término sacramento. Los sacramentos son simbólicos; pero no son sólo simbólicos.

Sin embargo, esta teoría fue rechazada por la encíclica Mysterium fidei de 1965 del Papa Pablo VI:

... no se puede ... discutir sobre el misterio de la transustanciación sin referirse a la admirable conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo y de toda la sustancia del vino en su sangre, conversión de la que habla el Concilio de Trento, de modo que se limitan ellos tan sólo a lo que llaman “transignificación” y “transfinalización”.[9]

Schillebeeckx, sin embargo, interpretó que la transignificación no sustituía a la transubstanciación, sino que la complementaba. Insistió en que la Eucaristía es objetivamente la presencia real de Cristo, que se nos aparece como alimento sacramental, pero que la acción del Espíritu Santo durante la Misa da un significado totalmente nuevo a la acción eucarística y al pan y el vino que se utilizan en ella.

La idea de la transfinalización tampoco fue aceptada por Mysterium fidei. Ésta intenta explicar la presencia de Cristo en la Eucaristía afirmando que la finalidad del pan y el vino cambia con la consagración. Tienen una nueva finalidad, como elementos sagrados que suscitan la fe del pueblo en el misterio del amor redentor de Cristo. Al igual que la transignificación, esta teoría también fue condenada por Mysterium fidei, si se considera que la transfinalización niega el cambio sustancial del pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo.

De lo anterior podemos extraer varias conclusiones. Las más importantes parecen ser las siguientes:

Decir que Cristo está sustancialmente presente en la Eucaristía significa que se produce una transformación real en el pan y el vino y, de hecho, en toda la celebración eucarística. No se trata simplemente de pan y vino después de la celebración. El pan y el vino son símbolos de una realidad subyacente: Jesucristo vivo y actual. Quizá la mejor analogía sería la de la persona humana del propio Jesús cuando caminaba por esta tierra. La mayoría de las personas que lo vieron, sólo vieron a un hombre. Sin embargo, era mucho más que eso: era la palabra misma de Dios, la manifestación humana del amor de Dios encarnado. Su cuerpo humano era un símbolo, un sacramento del propio Hijo de Dios entre nosotros. En la presencia eucarística, la gente puede pensar que todo lo que ve es pan y vino; sin embargo, ese pan y ese vino son símbolos del alimento celestial que Jesús comparte con nosotros en la mesa, donde es a la vez Anfitrión y alimento. Como cuando estaba en la tierra, Jesús sigue alimentándonos con la palabra y la carne y nutriéndonos con el amor de Dios. Su presencia no es estática ni meramente local, sino una relación continua y amorosa.

Los diversos modos de presencia destacados por el Vaticano II nos hacen comprender que todos son importantes, y que no podemos permitirnos descuidar ninguno de ellos. No hay competencia entre ellos, sino diferentes modos en los que Cristo y su cuerpo en la tierra se hacen uno. Cada modo es diferente, pero está destinado a atraer al discípulo a la comunión viva de la Iglesia, y exige una respuesta por nuestra parte. La forma en que se interrelacionan es especialmente evidente en la Misa. Desde el principio, lo más importante es la presencia de Cristo en la comunidad, una presencia que exige que nos aceptemos unos a otros como hermanos y hermanas. Ser cristiano no es una cuestión de religiosidad individual, sino de ser miembro del cuerpo de Cristo. A continuación, se nos invita a responder a la presencia de Cristo en las Escrituras que se proclaman mediante la escucha activa.

Al entrar en la Liturgia de la Eucaristía, estamos llamados a responder a la presencia de Cristo con una participación plena, consciente y activa. Y pedimos al Espíritu Santo dos bendiciones: que transforme el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo, y también que transforme a los que compartiremos estos dones en el verdadero cuerpo de Cristo. Este es el fin último de la Misa, no hacer presente a Cristo en el altar, sino hacer presente a Cristo en nosotros. Lo dijo muy bien San Agustín en su sermón n° 272: “El sacerdote dice: ‘Cuerpo de Cristo’, y tú respondes: ‘¡Amén!’ Es tu propio misterio el que pones sobre el altar; dices ‘Amén’ a lo que eres. Sé, pues, el cuerpo de Cristo, para que tu ‘Amén’ sea verdadero”.

Es importante apreciar el simbolismo de la comida encarnado en el pan y el vino. No se trata de una comida rápida, sino de una comida en la que estamos reunidos con amigos, como Jesús estuvo con sus amigos más íntimos en la Última Cena. Este tipo de comidas se caracterizan por el cariño, el compartir, el perdón (si es necesario) y la alegría de estar juntos. Lo más importante no es la comida, sino las personas que comen juntas en paz y armonía. No podemos apreciar la Eucaristía si no apreciamos las comidas que acabamos de compartir, para reconocer de nuevo la presencia de Cristo en los pobres y los necesitados, y proclamar la buena nueva de Cristo a todos los necesitados.

El pan eucarístico que queda después de la Misa permanece intrínsecamente relacionado con la Eucaristía que hemos celebrado. Brota de la celebración y vuelve a ella. Como ocurre con los otros modos de presencia, esto también requiere una respuesta por nuestra parte, que debe ser paralela a la Misa misma. En ella, la Eucaristía rinde adoración y alabanza a Dios por su grandeza y por todo lo que nos ha concedido en Cristo; damos gracias a Dios por las bendiciones que son nuestras; también pedimos perdón por la pecaminosidad que es nuestra y pedimos a Dios las bendiciones necesarias para nuestra Iglesia y nuestro mundo. Esas mismas cuatro respuestas a la presencia permiten que la oración eucarística privada refuerce la gracia de la Eucaristía que se celebra, y profundiza en la apreciación de las diversas formas en que Jesús sigue revelándose a su pueblo.

 

 

Bibliografía

LIBROS:

Bermejo, Luis. Body Broken and Blood Shed (Chicago: Loyola University Press), 1987.

Irwin, Kevin. Models of the Eucharist (New York: Paulist Press), 2005. 

Keretszty, Roch. Rediscovering the Eucharist (New York: Paulist Press), 2003.

_____________. Wedding Feast of the Lamb (Chicago: Liturgy Training Publications), 2004.

Moloney, Raymond. The Eucharist (Collegeville: Michael Glazier, Liturgical Press), 1995.

O’Loughlin, Frank. Christ Present in the Eucharist (NSW, Australia: St Paul Publications), 2000.

Schillebeeckx, Edward. The Eucharist (London: Burns & Oates), 2005.

 

ARTÍCULOS:

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Kurek, Dominica Alicia. “Some Recent Interpretations of Transubstantiation”, Quodlibet Liturgica 84, 2003, pp. 128-136.

McCue, James, “The Doctrine of Transubstantiation from Berengar through Trent”, Harvard Theological Review 61 (1968), pp. 385-430.

Macy, Gary, “The Paschasian Approach to the Eucharist”, Theologies of the Eucharist in the Early Scholastic Period. Oxford University Press, 1974, pp. 44-175.

Macy, Gary, “Berengar’s Legacy as Heresiarch”, Treasures from the Storeroom. New York: Barnes and Noble, 1999, pp. 59-119.

Osborne, Kenan, “Eucharistic Theology Today”, Worship 61 (1987), pp. 98-126.

Stebbins, J. Michael. “The Eucharistic Presence of Christ: Mystery and Meaning”, Worship 64 (1990), pp. 225-236.

Volleert, Cyril, “The Eucharist: Controversy in Transubstantiation”, Theological Studies 22 (1961), pp. 391-425.

Witczak, Michael, “The Manifold Presence of Christ in the Eucharist”, Theological Studies 59 (1998), pp. 680-702.

 

[1] Citado en: Gary Macy Treasures from the Storeroom, (Collegeville: Liturgical Press, 1999), 21.

[2] “Puesto que nuestro amado hijo el Vicario General del Arzobispo de Milán a la oración de los habitantes de dicha ciudad, con el fin de aplacar la ira de Dios provocada por las ofensas de los cristianos, y con el fin de hacer fracasar los esfuerzos y maquinaciones de los turcos que están presionando hacia la destrucción de la cristiandad, entre otras prácticas piadosas, ha establecido una ronda de oraciones y súplicas que deben ser ofrecidas tanto de día como de noche por todos los fieles de Cristo, ante el sacratísimo cuerpo de nuestro Señor, en todas las iglesias de dicha ciudad, de tal manera que estas oraciones y súplicas sean hechas por los mismos fieles relevándose unos a otros en relevos durante cuarenta horas continuas en cada iglesia sucesivamente, según el orden determinado por el Vicario... Nosotros, aprobando en nuestro Señor tan piadosa institución, y confirmando la misma por nuestra autoridad, concedemos y remitimos” etc. (Sala, “Documenti”, IV, 9).

[3] Concilio de Trento, Sesión 13, Capítulo 1. El concilio también declaró: “Mas por cuanto dijo Jesucristo nuestro Redentor, que era verdaderamente su cuerpo lo que ofrecía bajo la especie de pan, ha creído por lo mismo perpetuamente la Iglesia de Dios, y lo mismo declara ahora de nuevo este mismo santo Concilio, que por la consagración del pan y del vino, se convierte toda la substancia del pan en la substancia del cuerpo de nuestro Señor Jesucristo, y toda la substancia del vino en la substancia de su sangre, cuya conversión ha llamado oportuna y propiamente Transubstanciación la santa Iglesia católica.” (Sesión 13, Capítulo 4).

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, El sacramento de la eucaristía 1333.

[5] Concilio Vaticano II, Sacrosanctum concilium 7.

[6] Michael J. Witczak, “The Manifold Presence of Christ in the Liturgy”, Theological Studies 59 (1998), 701.

[7] Raymond Moloney, The Eucharist, Problems in Theology (Collegeville: Liturgical Press, 1995), 234-235.

[8] Edward Schillebeeckx, The Eucharist (London: Burns & Oates, 2005), 150-151.

[9] https://www.vatican.va/content/paul-vi/es/encyclicals/documents/hf_p-vi_enc_03091965_mysterium.html

Modificado por última vez en Viernes, 16 Junio 2023 07:38